C A P I T U L O 8

Para el niño Católico-romano, ¡Cuán hermosa, pero cuán triste es su primera comunión! Con gozo y ansiedad, está a punto de comer por primera vez lo que le han enseñado a creer que es su Dios; no de una manera simbólica ni conmemorativa, sino comer su carne, sus huesos, sus manos, sus pies, su cabeza y su cuerpo entero. Yo tenía que creer esto o ser echado para siempre en el infierno. Sin embargo, ¡Todo el tiempo, mis ojos, mis manos, mi boca, mi lengua y mi razón me decían que sólo estaba comiendo pan!

¿Diré que creía esto? Yo creía como todo buen Católico cree; yo creí como cree un cadáver. Mi razón y mis sentidos habían sido sacrificados a los pies de ese terrible dios moderno, el Papa. Neciamente había dicho a mis facultades intelectuales y a mis sentidos: —¡Cállense! ¡Son mentirosos!

Hasta ahora, había creído que me fueron dados por Dios para ayudarme a caminar en las sendas oscuras de la vida; pero, ¡He aquí! ¡El Santo Papa me enseña que son solamente instrumentos del diablo para engañarme!

Tal fue mi condición el día de mi primera comunión. Dos sentimientos luchaban en mi mente. Me gozaba al pensar que pronto tendría posesión total de Jesucristo. Pero aunque apenas tenía doce años, estaba acostumbrado a confiar en mis ojos. Pensé que fácilmente podría distinguir entre un trocito de pan y un hombre adulto.

Además, yo sumamente aborrecía la idea de comer carne humana y beber sangre humana aun cuando me aseguraban que era la carne y sangre de Jesucristo mismo. ¡Pero lo que más me turbaba era la idea de que Dios, tan grande, tan glorioso y tan santo pudiera ser ingerido por mí como el pan común! Terrible, entonces, era la lucha en mi joven corazón, donde gozo y pavor, confianza y temor, fe e incredulidad por turnos dominaban. Estando en el sudor frío de esa lucha secreta conocida sólo por Dios y por mí mismo, oré a Dios y a la Santa Virgen, pidiendo misericordia, fortaleza y luz durante esas horas de angustia.

La Iglesia de Roma es la máquina humana más hábil que el mundo jamás ha visto. Los que guían sus sendas oscuras son, a menudo, hombres de profundo pensamiento. Ellos entienden la lucha en la mente de los niños en el momento supremo cuando tienen que sacrificar su razón en el altar de Roma. Para prevenir estas luchas siempre tan peligrosas para la Iglesia, nada han descuidado para distraer sus mentes a otros temas.

Primero, el párroco, ayudado por la vanidad de los mismos padres de familia, asegura que los niños se vistan de la mejor manera calculada para adular su vanidad.

Se decora la iglesia con pompa y el servicio, encantado con música instrumental y cantos escogidos. Incienso sube del altar en una nube dulce y aromática. La gente viene de todas partes para disfrutar del hermoso espectáculo. Sacerdotes de las iglesias vecinas añaden a la solemnidad. El sacerdote oficiante se viste del atavío más costoso. Se exhiben en el altar manteles de plata y oro delante de los espectadores maravillados. Muchas veces, se coloca una vela encendida en la mano de cada joven comulgante. Esto, en sí mismo, atrae toda su atención, porque un movimiento equivocado encendería la ropa de su vecino o la suya propia, una mala fortuna que ha sucedido más de una vez en mi presencia.

Ahora, en medio de ese espectáculo maravilloso, ocupado en detener su vela encendida para que no se fuera a quemar vivo, ¡Llega el momento de la comunión sin darle tiempo para meditar lo que está por hacer! ¡Abre su boca y el sacerdote coloca en su lengua una oblea de pan sin levadura, la cual o se pega firmemente al paladar o se derrite en su boca, bajando pronto a su estómago igual que el alimento que come tres veces al día!

¡El primer sentimiento del niño, entonces, es sorpresa ante el pensamiento de que el Creador de los cielos y la tierra, el Sostén del universo, el Salvador del mundo pudiera pasar tan fácilmente por su garganta!

Ahora, sigan a esos niños a sus casas después de esa gran comedia monstruosa. Escuchen su plática y carcajadas, estudien sus modales, sus miradas de satisfacción a sus ropas bonitas y la vanidad que manifiestan correspondiendo a las felicitaciones. ¡Fíjense en la ligereza de sus acciones y conversación inmediatamente después de comulgar y díganme si piensan que ellos creen en el dogma terrible que les han enseñado!

¡No! ¡Y nunca creerán con la firmeza de fe acompañada de la inteligencia! El pobre niño piensa que cree y sinceramente intenta creerlo. El cree como cree todo Católico-romano. ¡Cree como cree un idiota!

La primera comunión le ha convertido por el resto de su vida en una verdadera máquina en las manos del Papa. Es el primer enlace de aquella larga cadena de esclavitud que el sacerdote y la Iglesia ponen en su cuello. El Papa tiene la punta de esa cadena y mueve a su víctima a la derecha o a la izquierda a su antojo tal como gobernamos a los animales domésticos.

Como dice Loyola: Si esos niños han hecho una buena comunión, ellos serán sumisos al Papa, ¡Como el bastón en la mano del viajero, no tendrán ni voluntad ni pensamiento propio!

¡Mi alma ha conocido el peso de esas cadenas; la ignominia de aquella esclavitud! Pero el gran conquistador de almas, Jesús, me miró con misericordia y rompió mis cadenas. Con su Santa Palabra me libertó. ¡Bendito sea su nombre para siempre!