C A P I T U L O 42

El 15 de diciembre de 1850, recibí una carta del obispo de Chicago, Oliv Vandeveld, pidiéndome que me uniese con él y llegara a ser su sucesor.

Me contó de las ricas tierras fértiles de Illinois y del valle Mississippi. Es nuestra intención tomar posesión, sin ruido, de esa vasta y magnífica región en el nombre de nuestra santa Iglesia. escribió. Su plan era unir el flujo de inmigrantes Católicos, franceses, canadienses y belgas esparcidos en las ciudades de los Estados Unidos y dirigirlos hacia los poblados de esta nueva región.

¿Por qué no les persuadimos a venir y tomar posesión de estos estados fértiles de Illinois, Missouri, Iowa, Kansas etc.? Pueden conseguir esas tierras ahora a un precio nominal. Si tenemos éxito como esperamos tener, nuestra santa Iglesia pronto contará sus hijos aquí por diez y veinte millones y por medio de sus números, su riqueza y unidad, tendrá suficiente peso en el balance de poder para gobernar a todo, razonó el obispo.

Siguió explicando cómo este poder sería logrado y cómo este plan impediría la pérdida de fe entre los inmigrantes: Los Protestantes, siempre divididos entre sí, nunca formarán un partido fuerte sin la ayuda del voto unido de nuestra gente Católica. Entonces en realidad, aunque no en apariencia, nuestra santa Iglesia gobernará al mundo entero. Hoy, hay una ola de emigrantes de Canadá hacia los Estados Unidos que, si no se para o si no se dirige bien, amenaza echar la buena gente canadiense francés al fango del Protestantismo. Tus compatriotas, una vez mezclados con las innumerables sectas que intentarán atraerles, son fácilmente conmovidos en su fe.

En mi contestación, le dije que los obispos de Boston, Buffalo y Detroit ya me habían aconsejado a colocarme a la cabeza de la inmigración canadiense francés para dirigir la marea hacia las vastas y ricas regiones del oeste. Le comuniqué que yo, igual que él, sentía que esto era la mejor manera para evitar que mis compatriotas cayeran en los lazos puestos ante ellos por los Protestantes.

Le dije que lo consideraría un gran honor y privilegio pasar el resto de mi vida extendiendo el poder e influencia de nuestra santa Iglesia en los Estados Unidos y que el próximo junio le presentaría mis respetos en Chicago cuando fuera a visitar a la colonia de mis compatriotas en Bourbonnais Grove. Añadí que después de haber visto esos territorios de Illinois y del valle Mississippi con mis propios ojos, sería más fácil darle una respuesta definida.

Terminé mi carta diciendo: Pero suplico respetuosamente a Su Señoría que abandone la idea de escogerme como su coadjutor o sucesor. Ya dos veces he rehusado ser un obispo. Esa alta dignidad está demasiado por encima de mis méritos y capacidades para ser jamás aceptado por mí. Estoy feliz y orgulloso de pelear las batallas de nuestra santa Iglesia; pero quisiera que mis superiores me permitan permanecer en sus rangos como un simple soldado para defender su honor y extender su poder. Quizás, entonces, con la ayuda de Dios haré algo bueno; pues, siento que arruinaría todo si fuese exaltado a una posición tan elevada, de la cual no soy digno.

Sin hablar a nadie de la proposición del obispo de Chicago, empecé a prepararme para ir a ver el nuevo campo donde él quería que yo trabajara. Luego, a principios de mayo de 1851, recibí una invitación muy urgente de mi Sr. Lefebre, Obispo de Detroit para dar unas conferencias sobre la abstinencia a los canadienses franceses que entonces formaban la mayoría de los Católico-romanos de esa ciudad.

Ese obispo había reemplazado al Obispo Rese cuyos escándalos e infamias habían cubierto de vergüenza a toda la Iglesia de América. Durante los últimos años que estuvo en su diócesis, transcurrían pocas semanas sin ser recogido, bestialmente borracho, de las cantinas más bajas y aun de las calles de Detroit y arrastrado inconsciente a su palacio. Después de largos y vanos esfuerzos de reformarlo, el Papa y los obispos de América, felizmente, tuvieron éxito en convencerlo ir a Roma a presentar sus respetos al supuesto Vicario de Jesucristo. Apenas pisaron sus pies en Roma cuando los inquisitores le echaron en uno de sus calabozos donde permaneció hasta que los Republicanos le pusieron en libertad en 1848, después que el Papa Pío IX huyó a Civita Vecchia.

Para borrar del rostro de su Iglesia las manchas negras con las cuales su predecesor la había cubierto, el Obispo Lefebre hizo la mayor exhibición de celo por la causa de abstinencia. Lo más pronto que fue instalado, invitó a su congregación a seguir su ejemplo de ingresar bajo sus banderas en un discurso poderoso sobre los males causados por el uso de bebidas alcohólicas. Al terminar su elocuente sermón, poniendo su mano derecha sobre el altar, hizo la promesa solemne de nunca beber licores alcohólicos.

Su sermón eficaz sobre la abstinencia junto con su solemne y pública promesa fueron publicados en casi todos los periódicos de ese tiempo y yo los leí muchas veces a la gente con buen efecto. Así que, en mi camino hacia Illinois la primera semana de junio, me detuve en la ciudad de Detroit para dar el curso de conferencias solicitado por el obispo. Aunque el obispo estaba fuera, empecé inmediatamente a predicar ante un inmenso auditorio en la catedral. Yo había acordado dar cinco conferencias, pero sólo fue hasta la tercera que asistió el Obispo Lefebre. Después de felicitarme por mi celo y éxito en la causa de abstinencia, me llevó por la mano a su comedor y dijo: –Vamos a refrescarnos.

Nunca olvidaré mi sorpresa y consternación al contemplar la larga mesa del comedor repleta de botellas de brandy, vino, cerveza etc. y seis o siete sacerdotes que ya estaban sentados, alegremente vaciando sus copas. Mi primer impulso era expresar mi sorpresa e indignación y salir repugnado del salón, pero por un segundo y mejor pensamiento, esperé un poco para ver más de ese espectáculo inesperado. Acepté el asiento que el obispo me ofreció a su mano derecha.

–Padre Chíniquy, –dijo, –este es el Clarete más dulce que jamás habrás gustado. Y antes que pudiera decir una sola palabra, había llenado mi copa grande con vino y brindó a mi salud.

Mirando al obispo con asombro, dije: –¿Qué significa esto, mi señor?

–Significa que quiero brindar contigo el mejor Clarete que jamás has probado, –respondió.

–¿Cree usted que soy un comediante? ¿Me ha llamado usted aquí para actuar semejante comedia extraña? –repliqué con mis labios temblando de indignación.

–No te invité para actuar ninguna comedia, –respondió, –te invité para dar una conferencia sobre la abstinencia a mi gente y lo has hecho de la manera más admirable estos últimos tres días. Aunque no me viste, yo estaba presente en la conferencia de esta noche. Nunca había oído nada tan elocuente sobre ese tema como lo que tú dijiste. Pero, ahora que has cumplido tu deber, yo debo hacer el mío: tratarte como un caballero y beber esta botella de vino contigo.

–Pero, mi señor, –le contesté, –permítame decirle que yo no merecería ser llamado o tratado como caballero si fuera tan vil como para tomar vino después del discurso que di esta noche.

–Discúlpeme si difiero en opinión, –respondió el obispo, –esa gente borracha a quien hablaste tan efectivamente contra los males de intemperancia necesitan esos rigurosos remedios amargos que ofrece el abstemismo. Pero aquí, somos hombres sobrios y caballeros y no queremos tales remedios. Yo nunca pensé que los médicos fueran absolutamente obligados a tomar las píldoras que administran a sus pacientes.

–Espero que Su Señoría no me negará el derecho que usted reclama para sí mismo de diferir en opinión en este asunto. Yo difiero totalmente de usted cuando dice que hombres que beben como usted hace con sus sacerdotes tienen el derecho de llamarse hombres sobrios.

–Temo, Sr. Chíniquy, que te olvides dónde estás y con quién estás hablando en este momento, –replicó el obispo.

Le respondí: –Puede ser que yo haya pilfrado y que sea culpable de un grave error al venir aquí y hablar con usted de esta manera. En ese caso, mi señor, estoy dispuesto a pedirle perdón. Pero antes de retractar lo que he dicho, por favor, permítame preguntarle respetuosamente una cosa muy sencilla.

Luego, sacando de mi bolsillo su discurso escrito y su pública y solemne promesa de nunca tomar ni ofrecer ninguna bebida alcohólica a otros, la leí en voz alta y le pregunté: –¿Es usted el mismo obispo de Detroit, llamado Lefebre, quien hizo esta promesa solemne? Si usted no es el mismo hombre, me retractaré y le pediré perdón, pero si es usted el mismo, no tengo nada que retractar.

Mi respuesta cayó sobre el obispo como un relámpago. Ceceó una explicación ininteligible e insignificante la cual terminó por un coup d’ètat, diciendo: –Mi querido Sr. Chíniquy, no te invité para predicar al obispo, sino solamente a la gente de Detroit.

–Tiene usted razón, mi señor. No fui llamado para predicar al obispo, pero permítame decirle que si yo hubiera supuesto antes que cuando el obispo de Detroit con sus sacerdotes, solemne y públicamente y con su mano derecha en el altar, prometen a nunca tomar ninguna bebida alcohólica, esto significa que ellos beberán y se llenarán de esos detestables licores hasta que hagan añicos a sus cerebros, no les hubiera molestado con mi presencia ni mis comentarios aquí. Sin embargo, permítame decirle a Su Señoría que sea tan amable de buscar a otro conferencista para sus reuniones de abstinencia, porque estoy determinado subir al tren rumbo a Chicago, mañana por la mañana.

No hay necesidad de decir que durante esa conversación penosa, todos los sacerdotes (excepto uno) estaban tan llenos de indignación contra mí como estaban llenos de vino. Dejé la mesa y fui a mi recámara inundado de tristeza y vergüenza. Media hora después, el obispo estaba conmigo instándome a continuar mis conferencias a causa de los temibles escándalos que resultarían a causa de mi salida repentina e inesperada de Detroit. Yo admití que sí habría un gran escándalo, pero le dije que él sería el único responsable por ello a causa de su falta de fe y firmeza.

Al principio, intentó convencerme que fue ordenado a beber por su propio médico para su salud, pero le mostré que eso era una ilusión miserable. Luego, dijo que lamentó lo que ocurrió y confesó que sería mejor si los sacerdotes practicaran lo que predicaban a la gente. Después de esto, me pidió en el nombre de nuestro Señor Jesucristo olvidar los errores de los obispos y sacerdotes de Detroit y pensar sólo del bien que resultaría de la conversión de los innumerables borrachos de esta ciudad. Me habló con tanto fervor que tocó las cuerdas más sensibles de mi corazón y me arrancó la promesa de dar las dos conferencias esperadas.

Al estar a solas, intenté ahogar, en sueño profundo, las tristes emociones de esa noche, pero era imposible. Esa noche resultó ser otra de insomnio para mí. La intemperancia de ese alto dignatario y sus sacerdotes me llenó de horror y repugnancia indecible. Muchas veces durante las horas oscuras de esa noche, oía una voz que me decía: –¿No ves que los obispos y sacerdotes de tu Iglesia no creen una sola palabra de su religión? Su único objetivo es echar polvo en los ojos de la gente y vivir una vida jovial. ¿No ves que no estás siguiendo la Palabra de Dios, sino solamente las vanas y falsas tradiciones de hombres en la Iglesia de Roma? ¡Sal de ella! ¡Rompe el yugo pesado que está sobre ti y sigue la sencilla y pura religión de Jesucristo!

Intenté silenciar esa voz, diciéndome: –Estos pecados no son los pecados de mi santa Iglesia; son los pecados de individuos. ¡No fue la culpa de Cristo que Judas fuera ladrón! Tampoco es la culpa de mi santa Iglesia si este obispo y sus sacerdotes sean borrachos y hombres mundanos. ¿Adónde iría, si saliera de mi Iglesia? ¿No hallaría borrachos e infieles dondequiera que fuera en búsqueda de una mejor religión?

Con la esperanza de que el primer aire fresco de la mañana me hiciera bien, salí al hermoso jardín alrededor de la residencia episcopal. Pero, ¡Qué sorpresa me dio ver al obispo apoyándose en un árbol con un pañuelo sobre su rostro bañado en lágrimas. Le dije: –Mi querido obispo, ¿Qué le pasa? ¿Por qué llora y lamenta a una hora tan temprana?

Apretando convulsivamente mi mano con la suya, respondió: –Querido Padre Chíniquy, ¿No sabes todavía la terrible tragedia que me ha sucedido esta noche?

–¿Cuál calamidad? –pregunté.–¿Recuerdes, –respondió, –ese joven sacerdote que estaba sentado a tu derecha anoche? Bueno, él se marchó durante la noche con la esposa de un joven que había seducido y me robó cuatro mil dólares antes de irse.

–No me sorprende en ninguna manera, –respondí, –cuando la sangre de un hombre hierve con esos licores de fuego, es totalmente absurdo creer que guardará su voto de castidad.

–Tienes razón, tienes razón. Dios Todopoderoso me ha castigado por quebrantar la promesa pública que hice. Queremos una reforma aquí y la tendremos, –contestó.

Por supuesto, los dos días siguientes en que fui el invitado del Obispo Lefebre, ni una gota de bebida alcohólica se veía en su mesa. Pero yo sé que no muchos días después, ese representante del Papa nuevamente olvidó sus votos solemnes y siguió tomando con sus sacerdotes hasta que murió la muerte más miserable en 1875.