C A P I T U L O 41

El trabajo más desconsolador de un sincero sacerdote Católico es el estudio de los Santos Padres. No da un solo paso en el laberinto de sus discusiones y controversias sin ver desvanecerse los sueños de sus estudios teológicos y opiniones religiosas. Obligado por un juramento solemne a interpretar las Santas Escrituras solamente según el consenso unánime de los Santos Padres, la primera cosa que le angustia es su absoluta falta de unanimidad sobre la mayor parte de los temas que discuten. Es un hecho que más de 2/3 de lo que un Santo Padre escribió, fue para probar que lo que algún otro Santo Padre escribió estaba equivocado o hereje.

El estudiante de los Padres también descubre que muchos de ellos contradicen a sí mismos, que recientemente cambiaron de opinión, o que ahora sostienen como verdad salvadora lo que anteriormente condenaban como errores de herejía. ¿Qué será del juramento solemne de todo sacerdote ante este hecho innegable?

Es cierto que en mis libros de teología Católico-romana había largos extractos de los Santos Padres apoyando y confirmando mi fe en esos dogmas. Por ejemplo, tenían las liturgias apostólicas de San Pedro, San Marcos y Santiago para probar que el sacrificio de la misa, el purgatorio, los rezos por los muertos, la transubstanciación eran creídos y enseñados desde los mismos días de los apóstoles. Pero grande fue mi asombro cuando descubrí que esas liturgias no eran más que una vil y atrevida falsificación presentada al mundo por los Papas y la Iglesia como verdades del Evangelio. No pude hallar palabras para expresar mis sentimientos de vergüenza y consternación. ¿Qué derecho tiene mi Iglesia de llamarse santa e infalible, cuando es públicamente culpable de semejantes mentiras.

Desde mi infancia, había sido enseñado, igual que todo Católico-romano, que María es la Madre de Dios y muchas veces cada día rezaba a ella, diciendo: Santa María, Madre de Dios, ruega por mí. Pero cuánta fue mi angustia cuando leí en el Tratado sobre Fe y Credo por Agustín, estas palabras: Cuando el Señor dijo: Mujer, ¿Qué tienes conmigo? Mi hora no ha llegado., nos da a entender que en lo que respecta a él como Dios, para él no había madre. Esto desmenuzó tan completamente las enseñanzas de mi Iglesia, diciéndome que es una blasfemia llamar a María: Madre de Dios, que me sentí atónito.

Podría escribir varios tomos si mi plan fuera contar la historia de mis agonías mentales al leer los Santos Padres. Así herido, lo manifesté al Sr. Brassard, diciendo: –¿No ve usted aquí la prueba indiscutible de lo que yo le he dicho muchas veces que durante los primeros seis siglos del Cristianismo no hallamos la menor evidencia de que hubiera semejante dogma del poder supremo y autoridad del obispo de Roma, ni de ningún otro obispo, sobre el resto del mundo Cristiano?

–Mi querido Chíniquy, –respondió el Sr. Brassard, –¿No te dije, cuando compraste los Santos Padres, que estabas haciendo algo tonto y peligroso? Como tú eres el único sacerdote en Canadá que tiene los Santos Padres, en muchas esferas se cree y se dice que los obtuviste por orgullo para elevarte por encima del resto del clero. Veo, con pesar, que estás perdiendo rápidamente el respeto del obispo y de los sacerdotes en general a causa de tu perseverancia indomitable en dedicar todo tu tiempo libre al estudio. También eres demasiado abierto e imprudente en hablar de lo que llamas las contradicciones de los Santos Padres y su falta de armonía con algunas de nuestras opiniones religiosas.

Muchos dicen que esta aplicación demasiada intensa al estudio, sin un solo momento de distracción, trastornará tu inteligencia y afligirá tu mente. Aun susurran que no se sorprenderían si la lectura de la Biblia y los Santos Padres te conduzcan al abismo del Protestantismo. Yo sé que están equivocados y haré todo lo que pueda para defenderte. Pero creo que, como tu amigo más devoto, es mi deber decirte estas cosas y advertírtelo antes de que sea demasiado tarde.

Repliqué: –El Obispo Prince me dijo las mismas cosas y le daré la misma respuesta que le di a él: Cuando usted ordena a un sacerdote, ¿No le obliga a jurar que nunca interpretará las Santas Escrituras excepto según el consenso unánime de los Santos Padres? ¿Cómo podemos saber su consenso unánime si no los estudiamos? ¿No es todavía más extraño que no sólo los sacerdote no estudian los Santos Padres, sino que el único en Canadá que intenta estudiarlos es ridiculizado y sospechado de herejía? ¿Es culpa mía si esta piedra preciosa llamada Consenso unánime de los Santos Padres que es el mismo fundamento de nuestra creencia y enseñanza religiosa, no se encuentre en ninguna parte? ¿Es culpa mía si Origen nunca creyó en el castigo eterno de los condenados; si San Cipriano negó la autoridad suprema del obispo de Roma; si San Agustín dice positivamente que nadie está obligado a creer en el purgatorio; si San Juan Crisóstomo negó públicamente la obligación de la confesión auricular y la presencia real del cuerpo de Cristo en la Eucaristía? ¿Es culpa mía si uno de los Papas más instruidos y santos, Gregorio Magno, haya llamado Anticristo” a todos sus sucesores por tomar el título de Pontífice Supremo y por intentar convencer al mundo que ellos, por autoridad divina, tienen una jurisdicción y poder supremo sobre toda la Iglesia?”

–Y, ¿Qué te contestó el obispo? –replicó el Sr. Brassard.

–Igual que usted, expresando sus temores que el estudio de la Biblia y los Santos Padres me mandaría a un manicomio o me conduciría al abismo del Protestantismo.

–Yo le contesté: Entretanto que Dios mantenga sana mi inteligencia, nunca podría unirme a los Protestantes. Porque las sectas innumerables y ridículas de esos herejes son el mejor antídoto contra sus errores venenosos. Permaneceré como buen Católico, no a causa de los Santos Padres y su unanimidad inexistente, sino a causa de la grandiosa unanimidad de los profetas, apóstoles y evangelistas con Jesucristo. Mi fe será fundada no sobre las palabras falibles, oscuras y vacilantes de Origen, Tertuliano, Crisóstomo, Agustín o Jerónimo, sino en las palabras infalibles de Jesús, el Hijo de Dios y sus escritores inspirados: Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Pedro, Santiago y Pablo. Es Jesús y no Origen quien me guiará ahora, porque éste es un pecador como yo, pero aquél es para siempre mi Salvador y mi Dios. Yo sé lo suficiente sobre los Santos Padres para asegurar a Su Señoría que el juramento que hacemos de interpretar la palabra de Dios según su consenso unánime es una pifia miserable, si no un perjurio blasfemo. Es evidente que Pío IV, quien impuso la obligación de este juramento sobre todos nosotros, nunca leyó un solo tomo de los Santos Padres. El no hubiera sido culpable de semejante pifia increíble si hubiera supuesto que los Santos Padres están unánimes en una sola cosa: de diferirse los unos de los otros en casi todo.

–Y, ¿Qué respondió mi Sr. Prince a esto? –preguntó el Sr. Brassard.

–Igual que cuando le abordé sobre el tema de la Virgen María: mirando a su reloj, terminó bruscamente esa conversación, diciendo que tenía una cita muy importante en esa misma hora.

Poco tiempo después de esa penosa conversación sobre los Santos Padres, era la voluntad de mi Dios que una nueva flecha fuera clavada en mi conciencia Católico-romana. Fui invitado a dar un curso de tres sermones en Varennes. Iba saliendo de la iglesia con el cura cuando se encontró con nosotros un hombre pobre vestido de harapos. Sus pálidos y temblorosos labios indicaban que fue reducido al grado más bajo de miseria humana. Quitando su sombrero en señal de respeto por nosotros, dijo al Rev. Primeau con una voz temblorosa: –Usted sabe, señor, que mi esposa fue enterrada hace diez días. Yo estaba demasiado necesitado para mandar cantar un servicio fúnebre el día que fue enterrada. Temo que ella está en el purgatorio, porque casi todas las noches en mis sueños la veo envuelta en llamas ardientes. Me grita por ayuda y me pide que mande cantar una misa mayor por el descanso de su alma. Vengo a suplicarle que sea tan amable de cantar esa misa mayor por ella.

El cura respondió: –Por supuesto, su esposa está en las llamas del purgatorio y sufre allí torturas indecibles; pueden ser aliviadas solamente ofreciendo el santo sacrificio de la misa. Déme cinco dólares y cantaré esa misa mañana por la mañana.

–Usted sabe muy bien, señor Le Cure, –respondió el pobre hombre en el tono más suplicante, –que mi esposa y yo hemos estado enfermos la mayor parte del año. ¡Soy demasiado pobre para darle cinco dólares!

–Si no puede pagar, no se puede cantar ninguna misa. Usted sabe las reglas; no está en mi poder cambiarlas, –el cura dijo estas palabras en un tono altivo e insensible en contraste total con la angustia solemne del pobre hombre enfermo. Sus palabras me causaron mucha pena, porque sentí compasión por el hombre. Yo sabía que el cura vivía muy cómodamente, estaba a la cabeza de una de las parroquias más ricas de Canadá y que él tenía varios miles de dólares en el banco. Yo esperaba, al principio que bondadosamente le concediera la petición sin hablar del pago, pero fui decepcionado.

Mi primer pensamiento, después de oír esta dura reprensión, era sacar de mi bolsa una de las varias monedas de cinco dólares oro que yo traía y dársela al pobre hombre, pero fui impedido por el temor de insultar a este sacerdote que era mayor de edad que yo y por quien siempre tenía gran respeto. Sabía que él habría creído que mi acción fuera una condenación de su conducta.

Mientras yo sentía vergüenza de mi propia cobardía, le dijo al pobre hombre desconcertado: –Esa mujer es tu esposa, no la mía; entonces, es responsabilidad suya y no mía, procurar sacarla del purgatorio.

Volteando a mí, dijo muy amablemente: –Por favor, señor, vamos a merendar.

Apenas empezamos a caminar cuando el pobre hombre, elevando su voz, dijo de una manera muy conmovedora: –No puedo dejar a mi pobre esposa en las llamas del purgatorio. Si no puede cantar una misa mayor, por favor, ¿Podría decir cinco misas rezadas para rescatar su alma de esas llamas ardientes?

El sacerdote volteó a él y le dijo: –Sí, puedo decir cinco misas para sacar el alma de su esposa del purgatorio, pero déme cinco chelines, porque usted sabe que el precio de una misa rezada es un chelín.

El pobre hombre respondió: –No puedo darle un dólar mucho menos cinco. No tengo ni un centavo y mis tres pobres niñitos están desnudos y muriéndose de hambre.

–¡Bien, bien! –dijo el cura, –cuando pasé esta mañana por tu casa, vi a dos hermosos lechoncitos. Déme uno de ellos y diré cinco misas rezadas.

El pobre hombre dijo: –Esos puerquitos me fueron regalados por un vecino caritativo para que yo los criara para alimentar a mis pobres hijos el próximo invierno. Seguramente morirán de hambre si le entrego mis puercos.

Yo ya no pude soportar escuchar más de ese extraño diálogo. Estaba fuera de mí con vergüenza y repugnancia. Bruscamente dejé al mercader de almas terminar sus gangas y entré a mi recámara, cerrando la puerta con llave y caí de rodillas para llorar hasta quedar satisfecho.

Un cuarto de hora más tarde, el cura llamó a mi puerta y dijo: –¡La merienda está lista, por favor, baje!

Le respondí: –No me siento bien, quiero descansar. Por favor, discúlpeme si no meriendo esta noche.

Se requeriría una pluma más elocuente que la mía para contar la historia correcta de esa noche de insomnio. Las horas eran oscuras y largas. –¡Dios mío, Dios mío! –clamé mil veces, –¿Será posible que en mi tan querida Iglesia de Roma, pudiera haber semejantes abominaciones como las que he visto hoy? ¡Oh, cuán cruel, cuán despiadados somos nosotros tus sacerdotes si es que en verdad somos tus sacerdotes! ¿No es una blasfemia llamarnos tus sacerdotes cuando no solamente no sacrificamos nada de nosotros por salvar a esa alma, sino que dejamos a ese esposo y sus huérfanos morir de hambre? ¿Qué derecho tenemos de arrancar semejantes cantidades de dinero de tus pobres hijos para ayudarles a salir del purgatorio? ¿No dicen tus apóstoles que solamente tu sangre puede purificar el alma? Existirá en verdad semejante prisión de fuego para los pecadores después de la muerte? Pues, ni tú ni ninguno de tus apóstoles la mencionan. Varios de los Padres consideran que el purgatorio es de origen pagano. Tertuliano habló de él sólo después de haber ingresado a la secta de los montañistas y confesó que no fue por las Escrituras, sino por la inspiración del Paracleto de Montaño, que él supo algo del purgatorio. Agustín, el más instruido y piadoso de los Santos Padres, afirma que no se halla el purgatorio en la Biblia y dice positivamente que su existencia es dudosa y que cada quien puede creer de ello como le parezca apropiado. ¿Será posible que yo sea tan mezquino como para rehusar a extender una mano de ayuda a ese pobre hombre angustiado por temor de ofender al cruel sacerdote? Nosotros los sacerdotes creemos y decimos que podemos ayudar a las almas salir del horno ardiente del purgatorio por nuestras oraciones y misas, pero en lugar de apresurarnos a rescatarlas, volteamos a sus padres, amigos o hijos de los difuntos y decimos: –¡Déme cinco dólares, déme un chelín y pondré fin a esas torturas! ¡Pero si rehúsan darnos ese dinero, dejamos a su padre, esposo, esposa, hijo o amigo soportar esas torturas, cientos de años más!

Pasé la mañana siguiente oyendo confesiones. Luego, di un sermón sobre la malicia del pecado, la causa del sufrimiento de Cristo en la cruz. Este sermón dio una feliz diversión a mi mente. Después del sermón, el cura me tomó por la mano y me llevó al comedor donde me dio, a pesar de mí mismo, el lugar de honor.

El tenía la reputación de tener una de las mejores cocineras de Canadá. Los platillos delante de nuestros ojos no disminuían su reputación. El primer platillo era un lechón rostizado con un arte y perfección como nunca había visto. Parecía un trozo de oro puro y su olor hubiera hecho agua a la boca del más penitente anacoreta.

No había probado nada durante las previas veinticuatro horas y además delante de mí estaba mi platillo favorito. Mi cuchillo y tenedor pronto hicieron su trabajo. Estaba a punto de meter el primer bocado suculento en mi boca cuando, de repente, el recuerdo del lechón de aquel pobre hombre vino a mi mente. Coloqué el trozo en mi plato y con penosa ansiedad le dije al cura: –¿Me permite hacerle una pregunta acerca de este platillo?

–¡Claro que sí! Pregúntame no sólo una, sino dos preguntas y con gusto las contestaré lo mejor que pueda, –respondió con sus finos modales.

–¿Es éste el lechón del pobre hombre de ayer? –pregunté.

Con un ataque de risa convulsiva replicó: –¡Sí, precisamente! ¡Si no podemos sacar el alma de la pobre mujer de las llamas del purgatorio, en todo caso, sí, comeremos un fino lechón! Los otros trece sacerdotes llenaron el salón de risa para mostrar su aprecio por el ingenio de su anfitrión.

Sin embargo, su risa no era de larga duración. Con un sentimiento de vergüenza e indignación empujé el plato con tal fuerza que cruzó la mesa y casi cayó al suelo, diciendo con una repugnancia que ninguna pluma puede describir: –Preferiría morirme de hambre que comer este abominable platillo. Veo en él, las lágrimas de ese pobre hombre; veo la sangre de sus niños hambrientos y es el precio de un alma.

–¡No, no, caballeros! ¡No lo toquen! Usted sabe, señor cura, cómo 30,000 sacerdotes y monjes fueron exterminados en Francia en los días sangrientos de 1792. Fue por iniquidades semejantes a esta que el Dios Todopoderoso visitó la Iglesia en Francia. El mismo futuro nos espera aquí en Canadá el día que la gente se despierta de su sueño y vean que en lugar de ser ministros de Cristo, somos unos viles mercaderes de almas bajo el disfraz de religión.

El pobre cura aturdido por la solemnidad de mis palabras como también por la culpa de su conciencia, murmuró una excusa. El lechón permaneció sin tocarse y el resto de la comida tenía más la apariencia de una ceremonia fúnebre que de un convivio. Por la misericordia de Dios, había redimido mi cobardía del día anterior, pero había herido mortalmente los sentimientos del cura y sus amigos y perdí para siempre su buena voluntad.