C A P I T U L O 38

Los once meses que pasé en el monasterio de los Oblatos de María Inmaculada cuentan entre los favores más grandes que Dios me ha concedido. Ningún otro testimonio me hubiera convencido que las instituciones monásticas no fueran de las más benditas del Evangelio. Pero así como los ojos de Tomás fueron abiertos sólo después de ver a las heridas de Cristo, yo nunca hubiera creído que las instituciones monásticas fueran de origen pagano y diabólico si mi Dios no me hubiera forzado a ver con mis propios ojos su corrupción indecible.

Aunque permanecí todavía más tiempo como un sincero sacerdote Católico, me atrevo a decir que Dios mismo ya había quebrantado las ligaduras más fuertes de mis afectos y respeto por esa Iglesia.

Mucho antes que yo saliera de los Oblatos, muchos sacerdotes influyentes del distrito de Montreal me dijeron que mi única posibilidad de éxito si deseaba continuar mi cruzada contra el demonio de la borrachera era trabajar solo. A la cabeza de los curas canadienses franceses que decían así estaba mi venerable amigo personal y benefactor, el Rev. Sr. Brassard, cura de Longueuil. El no sólo había sido uno de mis maestros y mis amigos más devotos cuando estudié en el colegio de Nicolet, sino me había ayudado con su propio dinero para terminar los últimos cuatro años de mis estudios.

Nadie tenía mayor estimación que él por los Oblatos de María Inmaculada cuando primero se establecieron en Canadá. Pero el monasterio estaba demasiado cerca de su casa parroquial para su propio bien de ellos. Su vista aguda, su alta inteligencia e integridad de carácter pronto detectó que había más barniz falso que oro puro en su espejo de pompa reluciente. Varios lios de amor entre algunos de los Oblatos y las señoritas bonitas de su parroquia le habían llenado de repugnancia.

Pero lo que destruyó por completo su confianza fue el descubrimiento que el Padre Superior Guigues estaba abriendo las cartas del Sr. Brassard que muchas veces habían pasado por el correo a través de sus manos. Esa acción criminal casi llegó a ser demandado ante el tribunal legal por el Sr. Brassard. Esto fue evitado sólo porque el Padre Guigues reconoció su culpa y pidió perdón de la forma más humillada delante de mí y varios otros testigos.

Mucho antes que yo saliera de los Oblatos, el Sr. Brassard me había dicho: –Los Oblatos no son los hombres que tú crees que son. A mí me han decepcionado mucho y tu desilusión igualará a la mía cuando se abren tus ojos. Yo sé que no permanecerás mucho tiempo entre ellos. ¡Te ofrezco de antemano la hospitalidad de mi casa parroquial cuando tu conciencia te llame fuera del monasterio!

Me aproveché de esa amable invitación la noche del primero de noviembre de 1847. La próxima semana la pasé preparando un memorándum que tenía la intención de presentar a mi señor Bourget, Obispo de Montreal, como explicación de mi salida de los Oblatos. Yo sabía que le decepcioné y le desagradó el paso que había dado. Esto no me sorprendió; yo sabía que estos monjes habían sido importados de Francia por él y eran sus favoritos.

Cuando entré al monasterio once meses antes, él iba de viaje a Roma y me expresó el gusto que sintió de que me iba a unir con ellos. Las razones de mi salida, sin embargo, eran igualmente buenas y el memorándum que preparé estaba tan lleno de hechos indubitables y argumentos incontestables que estaba casi seguro de que se aplacaría la ira del obispo y me ganaría su aprecio más firme que antes. No me decepcionó.

Varios días después, me llamó Su Señoría y fui recibido fríamente. Me dijo: –No puedo ocultar mi sorpresa y dolor ante el paso precipitado que acabas de dar. ¡Qué vergüenza para todos tus amigos al ver tu falta de constancia y perseverancia! Has perdido la confianza de tus mejores amigos por haber salido sin buenas razones de la compañía de hombres tan santos. Algunos rumores circulan contra ti que nos dan a entender que eres un hombre inmanejable, un sacerdote egoísta a quien los sacerdotes a fuerzas han despedido.

Yo permanecí perfectamente calmado. Había resuelto de antemano escuchar todas sus críticas hostiles y ofensivas como si fueran dirigidas a otra persona. Le respondí: –Por favor, señor mío, lea este documento importante y usted verá que he guardado mi buen nombre durante mi estancia en ese monasterio. Le presenté la siguiente carta de testimonio que el superior me entregó cuando salí:

Yo, el abajo firmante, Superior del Noviciado de los Oblatos de María Inmaculada en Longueuil, certifico que la conducta del Sr. Chíniquy, cuando estuvo en nuestro monasterio, ha sido digno del carácter sagrado que él posee y después de este año de soledad, no merece menos la confianza de sus hermanos en el santo ministerio que antes. Deseamos, además, dar nuestro testimonio a su celo perseverante en la causa de abstinencia. Creemos que lo que dará mayor carácter de estabilidad a esa reforma admirable y asegurará su éxito perfecto son las reflecciones y estudios profundos del Sr. Chíniquy sobre la importancia de esa obra cuando se encontraba en la soledad de Longueuil.

T.F. Allard,

Superior del Noviciado, O.M.I.

Me dio verdadero gusto ver que cada renglón de ese documento leído por el obispo estaba borrando algunas de las arrugas hostiles y severas de su cara. Amablemente me lo entregó diciendo: –Doy gracias a Dios al ver que todavía eres digno de mi estima y confianza como cuando entraste en el monasterio. Pero, ¿Serás tan amable de decirme las razones verdaderas por haberte separado tan bruscamente de los Oblatos?

–Sí, mi señor, se las daré, –Le entregué el memorándum de casi treinta páginas que yo había preparado. El obispo leyó cinco o seis páginas y dijo:

–¿Estás seguro de la exactitud de lo que escribes aquí?

–Sí, mi señor, –le dije, –son tan verdaderas y reales como yo estoy delante de usted.

El obispo se puso pálido y permaneció algunos minutos en silencio mordiendo sus labios y después de un profundo suspiro, dijo: –¿Es tu intención revelar estos tristes misterios al mundo o podemos esperar que los guardarás en secreto?

–Mi señor, –le respondí, –me considero obligado en conciencia y honor guardar secretas estas cosas con la condición de que no sea forzado a revelarlos en auto-defensa contra algún abuso o persecución procedente de los Oblatos o de algún otro partido.

–Pero los Oblatos no pueden proferir ninguna palabra contra ti después del testimonio de honor que te han dado, –pronto respondió el obispo.

–Es cierto, mi señor, pero usted sabe de otro que tiene mis destinos futuros en sus manos, –contesté.

–Yo te entiendo, pero prometo que no tendrás nada que temer de aquel lado. Aunque francamente hubiera preferido verte trabajar como miembro de los Oblatos, puede ser que sea más conforme a la voluntad de Dios que trabajes en esa abstinencia gloriosa de la cual evidentemente eres el bendito apóstol de Canadá. Me da gusto decirte que hablé de ti con el Papa y él me pidió que te diera una medalla preciosa que lleva sus facciones más perfectas y un crucifijo espléndido. Su Santidad bondadosamente añadió 300 días de indulgencia a cada persona que hace la promesa de abstinencia, besando los pies de ese crucifijo. Espera un momento, –añadió el obispo, –voy a traerlos y presentárselos.

Cuando regresó el obispo, caí de rodillas para recibirlos y apreté ambos a mis labios con sumo respeto. El me concedió el poder de predicar y oír confesiones en toda su diócesis y me despidió sólo después de imponer sus manos sobre mi cabeza y pedir a Dios que derramase sobre mí sus más abundantes bendiciones dondequiera que fuera a trabajar en Canadá en la santa causa de abstinencia.