C A P I T U L O 37

El primer domingo de noviembre de 1846, pedí ser recibido como novato de la orden religiosa de los Oblatos de María Inmaculada de Longueuil, cuyo objetivo es predicar retiros (avivamientos) entre la gente. Ningún hijo de la Iglesia de Roma jamás sostuvo una opinión más exaltada de la hermosura y santidad de la vida monástica que yo, el día que me ingresé bajo sus banderas misteriosas.

¡Cuán fácil será obtener la salvación ahora! Sólo tendría que recurrir al Padre Guigues y obedecerle como si fuera mi Padre que está en el cielo. ¡Sí, su voluntad será para mí la voluntad de Dios! Aunque yo podría errar al obedecerle, mis errores no serían cargados contra mí. Para salvar mi alma, sólo tendría que ser como un cadáver en las manos de mi padre superior, sin ninguna ansiedad ni ninguna responsabilidad propia; sería llevado al cielo como un niño recién nacido en los brazos de su madre amorosa.

¡Pero cuán cortos fueron estos sueños bonitos de mi pobre mente engañada! Yo estaba de rodillas cuando el Padre Guigues me entregó, con gran solemnidad, los libros en latín de las reglas de esa orden monástica que constituye su verdadero evangelio, advertiéndome que era un libro secreto y me hizo jurar solemnemente que nunca lo enseñaría a nadie fuera de la orden.

A solas en mi celda a la siguiente mañana, dije a mí mismo: –¿No has oído y dicho mil veces que la santa Iglesia de Roma condena absolutamente y anatemiza a las sociedades secretas? Después de intentar en vano a reconciliar estas dos ideas en mi mente, recordé felizmente que yo era un cadáver, que había abandonado para siempre mi juicio privado y que mi única ocupación era obedecer.

Mientras leía con suma atención, pronto comprendí por qué este libro fue guardado de los ojos de los curas y sacerdotes seculares. Para mi asombro indecible descubrí que desde el principio hasta el fin hablaba con el más profundo desprecio por todos ellos.

El Oblato que estudia su libro de reglas, su único evangelio, tiene que llenar su mente con la idea de que su santidad es superior, no sólo por encima del pobre sacerdote secular, sino de todo el mundo. Sólo el Oblato es Cristiano, santo y sagrado. El resto del mundo está perdido. ¡El Oblato es la sal de la tierra y la luz del mundo! Dije a mí mismo: –¿He dejado a mi hermosa y querida parroquia para alcanzar esta perfección farisaica?

Sin embargo, después de algún tiempo de estas reflecciones, recordé los innumerables e insospechados escándalos espantosos que había conocido en casi todas las parroquias que había visitado. Recordé la borrachera de aquel cura, las impurezas de éste, las ignorancias de otro, la mundanería y la falta absoluta de fe de otros y concluí que, después de todo, los Oblatos no estaban tan lejos de la verdad.

Finalmente, me dije: –Después de todo, si los Oblatos viven una vida de santidad como espero encontrar aquí, ¿Será un crimen que ellos sientan y expresen entre ellos la diferencia que existe entre el clero regular y el secular? ¿Vengo aquí a juzgar y a condenar a estos hombres santos? ¡No! Vine aquí para salvarme, practicando las virtudes Cristianas más heroicas, la primera de las cuales es que debo abandonar absolutamente y para siempre a mi juicio privado y considerarme como un cadáver en las manos de mi superior.

Día y noche de esa primera semana, pedí a Dios y a la Virgen María con todo el fervor de mi alma que alcanzara ese estado de la suprema perfección donde no tendría ni voluntad ni juicio propio. Los días de esa primera semana pasaron rápidamente. Las pasé en oración, en lectura y meditación de las Escrituras y en estudio de historia eclesiástica y libros ascéticos desde las 5:30 de la mañana hasta las 9:30 de la noche.

Servían las comidas a las horas regulares de las 7:00, 12:00 y 6:00 durante las cuales con rara excepción se guardaba silencio y se leían libros piadosos. La calidad de la comida era buena; pero al principio, antes que emplearan a una cocinera para presidir sobre la cocina, todo estaba tan inmundo que tenía que cerrar los ojos en las comidas. ¡Me hubiera quejado si no hubiera sellado mis labios esa extraña opinión monástica de que todo religioso es un cadáver! ¿Qué le importa a un cadáver la limpieza o la impureza de lo que se pone en la boca?

Al tercer día, habiendo tomado en el desayuno un vaso de leche literalmente mezclado con estiércol de vaca, mi estómago se rebeló, una circunstancia que sumamente lamentaba atribuyéndolo a mi falta de perfección monástica. Envidiaba el alto estado de santidad de los otros padres que habían alcanzado tan perfectamente a la perfección sublime de sumisión, que tomaban esa leche contaminada como si estuviera limpia.

Un día, después de la merienda, íbamos caminando del comedor a la capilla para pasar cinco o diez minutos en adoración al dios oblea. Teníamos que cruzar dos puertas y estaba muy oscuro. Siendo yo el más reciente para entrar al monasterio, yo tenía que ir primero y los otros monjes me seguían. Estabamos recitando en alta voz un Salmo en latín. Todos estabamos marchando rápidamente cuando de repente mis pies toparon con un grande objeto oculto y me caí rodando en el suelo. El compañero que me seguía hizo lo mismo y rodó sobre mí y así hicieron cinco o seis más que en la oscuridad se toparon con ese objeto.

En un momento, éramos cinco o seis santos padres rodando uno encima del otro sin poder levantarnos por estar riéndonos convulsivamente. Resultó que el Padre Brunette en uno de sus ataques de humildad había dejado la mesa un poquito antes de los demás con el permiso del Superior para postrarse en el suelo delante de la puerta.

Las palabras no pueden describir la vergüenza que sentí al ver casi diariamente algún acto semejante bajo el nombre de humildad Cristiana. En vano intenté silenciar la voz de mi inteligencia que me decía, cada vez más fuerte, día tras día, que tales actos de humildad eran una parodia.

En vano me decía: –¡Chíniquy, no has venido aquí para filosofar, sino para santificarte, convirtiéndote en cadáver que no tiene ideas preconcebidas, ni adquiere ningún almacén de conocimiento ni ninguna regla de sentido común para guiarse! Pobre, miserable y pecaminoso Chíniquy, tú estás aquí para salvarte, admirando cada pizca de las santas reglas de tus superiores y obedecer cada palabra de sus labios. Yo envidiaba la piedad humilde de los otros buenos padres que aparentemente estaban tan felices por haber vencido esa razón arrogante que constantemente se rebelaba en mí.

Dos veces por semana yo iba con mi guía y confesor, el Padre Allard, maestro de los novatos. Le confesaba mis esfuerzos vanos de subyugar a mi razón rebelde. El siempre me alegraba con la promesa de que tarde o temprano yo tendría esa perfecta paz que está prometida al monje humilde cuando alcanza la suprema perfección monástica de considerarse un cadáver en las manos de sus superiores.

Mis esfuerzos sinceros y constantes para reconciliarme con las reglas del monasterio, sin embargo, recibieron una nueva y brusca detención. Leí en el libro de reglas que un monje verdadero debe observar minuciosamente a los que viven con él y secretamente informar a su superior de los defectos y pecados que percibe en ellos. La primera vez que leí esa regla extraña, mi mente estaba tan absorto en otras cosas que no presté mucha atención a ella.

Pero la segunda vez que estudié esta cláusula, me dije: –¿Será posible que no somos más que una banda de espías?

No tardé mucho en ver sus efectos desastrosos. Uno de los padres por quien sentí cierto afecto y quien me había probado muchas veces su sincera amistad, me dijo un día: –Por amor de Dios, mi querido Padre Chíniquy, dime si eres tú quien me denunció al Superior que yo había dicho que la conducta del Padre Guigues hacía mí era poca caritativa.

–No, mi querido amigo, –le respondí, –nunca dije cosa semejante contra ti.

–Me alegro de saber eso, –replicó, –porque me dijeron algunos de los padres que fuiste tú quien me denunció al Superior como culpable, aunque soy inocente de esa ofensa, pero yo no pude creerlo. Añadió con lágrimas: –Yo me arrepiento de haber dejado mi parroquia para ser un Oblato. Esa ley abominable de detección convierte a este monasterio y supongo a toda orden monástica en un verdadero infierno. Cuando hayas pasado más tiempo aquí, verás cómo esa ley pone un muro insuperable entre todos nosotros y destruye toda fuente de felicidad Cristiana y armonía social.

–Yo entiendo perfectamente lo que dices, –le respondí, –la última vez que estaba a solas con el Padre Superior, él me preguntó por qué yo había dicho que el Papa actual era un viejo necio. El persistía en afirmar que yo lo había dicho, porque, añadió, uno de nuestros padres de mayor confianza me aseguró que tú lo dijiste. Bueno, mi querido Padre Superior, le respondí, Ese padre de confianza le ha dicho una gran mentira. Nunca he dicho cosa semejante, porque yo sinceramente creo que nuestro Papa actual es uno de los más sabios que jamás gobernó a la Iglesia.

Luego añadí: –Ahora entiendo por qué las conversaciones están tan sosas y sin vida en las horas en que se nos permite platicar. Nadie se atreve a expresar su opinión sobre ningún tema serio.

–Eso es precisamente la razón, –respondió mi amigo, –algunos de los padres como tú y yo preferiríamos ser ahorcados antes de ser espías, sin embargo, la gran mayoría de ellos, particularmente los sacerdotes franceses, recién importados de Francia, no oirán ni diez palabras de tus labios sobre cualquier tema sin buscar la oportunidad de denunciar a ocho de ellas como indecorosas o poco Cristianas a los superiores.

–No digo que siempre es por malicia que dan tales informes falsos, más bien, es por falta de juicio. Ellos son de miras estrechas, no entienden ni la mitad de lo que oyen en su verdadero sentido y dan sus falsas impresiones a los superiores quienes desgraciadamente alientan a este sistema de espionaje como la mejor manera de transformar a cada uno de nosotros en cadáveres. Como nunca somos confrontados con nuestros falsos acusadores, nunca podemos conocerlos y perdemos la confianza los unos de los otros. Así es cómo las dulces y santas fuentes del verdadero amor Cristiano se secan para siempre.

A causa de este sistema de espionaje, un célebre escritor francés, quien él mismo había sido monje, escribió: Los monjes entran al monasterio sin conocerse, viven allí sin amarse y se apartan los unos de los otros sin arrepentirse de nada.

Poco tiempo después de mi recepción como novato, el superior del Seminario de St. Sulpice, Gran Vicario de la diócesis de Montreal, el Rev. Sr. Qüiblier, llamó a nuestra puerta para descansar una hora y desayunar con nosotros. Este desgraciado sacerdote que se contaba entre los mejores oradores y entre los hombres mejor parecidos que Montreal jamás había visto, había vivido una vida tan disoluta con sus monjas penitentes y damas penitentes de Montreal que un clamor de indignación de parte de todo el pueblo había forzado al Obispo Bourget a enviarlo nuevamente a Francia. Nuestro padre superior aprovechó la oportunidad de su visita para hacernos dar gracias a Dios por habernos reunido dentro de los muros de nuestro monasterio donde las fuerzas del enemigo eran impotentes.

Poco después de la caída pública del Gran Vicario de Montreal, una viuda bien parecida fue empleada para presidir sobre nuestra cocina. Ella tenía más de cuarenta años de edad y tenía muy buenas modales. Desgraciadamente, no había cumplido ni cuatro meses en el monasterio cuando se enamoró de su padre confesor, uno de los más piadosos de los padres Oblatos franceses. Los dos fueron descubiertos en una mala hora olvidándose de una de las santas leyes de Dios. El sacerdote culpable fue castigado y la débil mujer despedida.

¡Pero qué vergüenza indecible permaneció sobre todos nosotros! De ese día en adelante, las extrañas ilusiones hermosas que me trajeron a ese monasterio se desvanecieron. Estudié los Oblatos con los ojos abiertos y los vi tal como son.

En la primavera de 1847, contrayendo una severa enfermedad, el doctor me ordenó ir al Hotel Diu de Montreal cerca de la espléndida iglesia de Santa María. Ahí conocí a una venerable monja anciana que era muy loquás. Era una de las superioras de la casa. Su apellido era Urtubice. Su mente todavía estaba llena de indignación contra la mala conducta de dos padres Oblatos, quienes bajo el pretexto de enfermedad vinieron recientemente a su convento para seducir a las monjas jóvenes que les servían. Ella me contó cómo los había sacado, prohibiéndoles volver jamás por cualquier motivo al hospital. Después de contarme varias otras historias picantes, le pregunté si ella había conocido a María Monk cuando ella estaba en su convento y qué opinaba de su libro Revelaciones Terribles.

–Yo la conocí muy bien, –dijo, –ella duró seis meses con nosotras. He leído su libro, porque me fue entregado para que yo lo refutara. Pero después de leerlo, rehusé tener nada que ver con esa revelación deplorable. Ciertamente hay algunas invenciones y suposiciones, pero hay suficiente verdad para hacer que todos nuestros conventos sean derribados por el pueblo si sólo la mitad fuera conocido por el público. Luego me dijo: –Por amor de Dios no revele usted estas cosas al mundo hasta que la última de nosotras haya muerto, si Dios le da vida. –Entonces, cubrió su cara con sus manos, se deshizo en lágrimas y salió del cuarto.

Me quedé horrorizado. Lamenté haber escuchado sus palabras, aunque estaba determinado a respetar su petición de no revelar los secretos terribles que ella me había confiado. Mi Dios sabe que nunca repetí ni una palabra de ello hasta ahora. Pero creo que es mi deber revelar, a mi país y a todo el mundo, la verdad sobre este grave tema tal como me fue dado por uno de los testigos oculares irrefutables.

Aunque no me había recuperado completamente, salí el mismo día para Longueuil donde entré al monasterio con corazón pesado. El día anterior, dos de los padres habían regresado de dos o tres meses de excursiones evangelísticas entre los leñadores que cortaban madera en los bosques cerca del río Ottawa.

Me alegré al oír de su llegada. Yo esperaba que las historias interesantes de sus excursiones evangelísticas harían una feliz diversión de las cosas deplorables que supe tan recientemente. Pero se podía ver a sólo uno de esos padres y su conversación no era ni interesante ni agradable. Era evidente que una nube oscura le envolvía. ¿Y el otro Oblato? El mismo día que llegó, fue ordenado a encerrarse en su celda y hacer un retiro de diez días y durante ese plazo fue prohibido hablar con nadie.

Yo pregunté a un devoto amigo entre los antiguos Oblatos la razón por una cosa tan extraña. El me dijo: –Pobre Padre D___ sedujo a una de sus bellas penitentes en el camino. Ella era una mujer casada, la señora de la casa donde nuestros misioneros solían recibir la más cordial hospitalidad. Habiendo descubierto el esposo la infidelidad de su esposa, casi la mató; ignominiosamente echó fuera a los dos padres y escribió una terrible carta al superior.

–¿Frecuentemente ocurren estas acciones deplorables entre los padres Oblatos? –le pregunté.Mi amigo levantó sus ojos llenos de lágrimas y con un suspiro profundo respondió: –Querido Padre Chíniquy, quiera Dios que pudiera decirte que este es el primer caso. Pero, ¡Ay! Tú sabes por lo que ocurrió con nuestra cocinera que no lo es y también sabes de la vida abominable del Padre Telmonth con las dos monjas en Ottawa.

–Si es así, –repliqué, –¿Dónde está la ventaja del clero regular sobre el secular?

–La única ventaja que yo veo, –respondió mi amigo, –es que el clero regular se entrega con más impunidad a toda clase de disolución y libertinaje que el secular. Los monjes, ocultados de los ojos del público dentro de los muros de su monasterio donde nadie o por lo menos muy poca gente tiene acceso, son más fácilmente conquistados por el diablo y guardados más firmemente en sus cadenas que los sacerdotes seculares. La vista aguda del público y el contacto diario que los sacerdotes seculares tienen con sus familiares y feligreses, forman una poderosa represión de su naturaleza depravada. En el monasterio no hay ninguna represión con la excepción de los castigos infantiles y ridículos de retiros, besando el suelo o los pies o postrándose en el suelo como hizo el Padre Brunette pocos días después que tú entraste.

–Esa gran ley divina del auto-respeto que Dios mismo implantó en el corazón de cada ser humano que haya vivido en una sociedad Cristiana, se destruye por completo en el monasterio o el convento. El fundamento de perfección en el monje o la monja es considerarse como cadáveres. ¿No ves que este principio corta hasta la raíz de todo lo bueno, santo y grandioso que Dios puso en el hombre?

–Si estudias la verdadera historia y no la historia falsa del monasticismo, descubrirás los detalles de una corrupción imposible en cualquier otro lugar, ni aun en las casas más bajas de prostitución. Lee las memorias de Scripio De Ricci, uno de los más piadosos e inteligentes de todos los obispos de nuestra Iglesia y verás que los monjes y las monjas de Italia viven la misma vida de las bestias salvajes. Sí, lee las terribles revelaciones de lo que sucede entre esos hombres y mujeres desgraciados a quienes la mano de hierro del monasticismo mantiene atados en sus calabozos oscuros.

–Oirás de los labios de las monjas que los monjes actúan con más libertad en ellas que los maridos con sus esposas legítimas. ¡Verás que cada una de esas instituciones monásticas es una nueva Sodoma! Todo es mecánico, material y falso en la vida de un monje o una monja. Aun las mejores virtudes son engañosas y mentirosas.

–¿No has notado cómo estos supuestos monjes humildes hablan con sumo desprecio del resto del mundo? Yo he tenido la oportunidad de ver el odio profundo que existe entre todas las órdenes monásticas las unas contra las otras. ¡Cómo los Dominicanos siempre han aborrecido a los Franciscanos y cómo ambos aborrecen a los Jesuitas, quienes les pagan con la misma moneda! ¡Qué odio tan intenso divide a los Oblatos, a quienes pertenecemos, de los Jesuitas y los Jesuitas nunca pierden una oportunidad de demostrarnos su sumo desprecio! Está absolutamente prohibido para un Oblato confesarse con un Jesuita y está prohibido a un Jesuita confesarse con un Oblato o con cualquier sacerdote de otra orden.

–He encontrado entre los monjes de Canadá las mismas cosas que he visto entre los de Francia e Italia. Con pocas excepciones, todos son cadáveres, absolutamente muertos a todo sentimiento de verdadera honestidad y verdadero Cristianismo. Son cadáveres putrefactos que han perdido la dignidad de la virilidad.

Lamento que el monje distinguido, cuya opinión abreviada sobre el monasticismo que he dado, me haya pedido que nunca revelara su nombre. Eventualmente logró obtener una misión a los indios salvajes de las montañas Rocky y ahí sin ruido se deslizó de sus manos. Rompió sus cadenas para vivir la vida de un hombre libertado por Cristo en los lazos santos de matrimonio Cristiano con una respetuosa dama americana.

Hacía ya un año que yo había sido un soldado débil y tímido, asustado por las ruinas desparramadas por dondequiera en el campo de batalla. Busqué refugio contra el peligro inminente y pensé que el monasterio de los Oblatos de María Inmaculada era una de esas impregnables fortalezas construidas por mi Dios donde las flechas del enemigo no me alcanzarían y me lancé a él.

De repente, las fortalezas y muros que estaban alrededor de mí cayeron al suelo, se volvieron polvo y oí una voz diciéndome: ¡Soldado! ¡Sal fuera y ponte en la luz del sol; no confíes más en los muros construidos por las manos de hombres; no son más que polvo! ¡Ven y lucha en el pleno día bajo los ojos de Dios, protegido solamente por la bandera del Evangelio de Cristo! ¡Sal fuera de esos muros, son un engaño diabólico, una trampa y un fraude!

Yo hice caso a esa voz y el primero de noviembre de 1847 me despedí de los internados del monasterio de los Oblatos de María Inmaculada.