C A P I T U L O 36

Al ser invitado por todos los curas a establecer entre su gente sociedades de abstinencia, tuve oportunidades, como ningún otro sacerdote de Canadá, de conocer los escándalos secretos y públicos de cada parroquia. Cuando visité a Eboulements, al lado norte del río, invitado por el Rev. Noel Toussignant, aprendí de los labios de ese joven sacerdote y del ex-sacerdote Tetreau la historia de un escándalo muy vergonzoso.

En 1830 un joven sacerdote de Qüebec llamado Derome se había enamorado de una de sus penitentes jovencitas de Vercheres donde había predicado varios días. El la convenció a seguirle a la casa parroquial de Qüebec. Para ocultar mejor su iniquidad del público, persuadió a su víctima a vestirse como hombre y echar su vestido en el río para convencer a sus padres y a toda la parroquia que ella se había ahogado.

Yo la había visto muchas veces en la casa parroquial de Qüebec bajo el nombre de José y había admirado sus modales refinados, aunque más de una vez fui inclinado a pensar que el elegante José no era más que una muchacha perdida. Pero el respeto que yo tenía por el cura de Qüebec (Quien era el coadjutor del obispo) y sus jóvenes vicarios, me hizo rechazar esas sospechas. Las cosas seguían tranquilamente entre José y el sacerdote durante varios años hasta que algunas sospechas suscitaron en las mentes de la gente observadora de la parroquia, quienes dijeron al cura que sería más prudente y honorable para él despedir a su sirviente. Para acabar con esas sospechas y retenerlo en la casa parroquial, el cura le persuadió a casarse con la hija de un pobre vecino.

Las dos muchachas fueron debidamente casadas por el cura, quien continuó sus intimidades criminales con la esperanza de que nadie le volvería a perturbar sobre el tema. Fue transferido a La Petite Riviere en 1838 y poco después, el Rev. Sr. Tetreau fue designado cura. Este nuevo sacerdote, desconociendo las abominaciones que practicaba su predecesor, siguió empleando a José. Un día, José estaba trabajando en la puerta de la casa parroquial cuando, en presencia de varias personas, un extranjero llegó y le preguntó si estaba en casa el Sr. Tetreau.

–Sí, señor, el Sr. Cura está en casa, –respondió José, –pero como usted parece ser un extranjero en este lugar, permíteme preguntarle, ¿De cuál parroquia viene usted?

–No me avergüenzo de mi parroquia, –respondió el extranjero, –vengo de Vercheres.

Cuando dijo la palabra Vercheres, José se puso tan pálido que el extranjero, perplejo, le miró cuidadosamente y exclamó: –¡Ay, Dios mío! ¿Qué es lo que veo aquí? ¡Genevieve, Genevieve! ¡Sobre quien hemos lamentado tanto tiempo como ahogada! ¡Aquí estás, disfrazada como hombre!

–¡Querido tío, (era su tío) por amor de Dios, ni una palabra más aquí!

Pero era demasiado tarde. Las personas que estaban presentes oyeron al tío y a la sobrina. Sus largas y secretas sospechas eran bien fundadas: uno de sus antiguos sacerdotes había mantenido a una muchacha disfrazada de hombre en su casa y para cegar más completamente a la gente, la había casado con otra muchacha para tener a las dos en su casa según su antojo sin despertar sospecha alguna.

Las noticias volaron casi tan rápido como relámpago de un extremo de la parroquia a la otra y se difundió por toda la región por ambos lados del Río St. Lawrence. Yo había oído de ese horror, pero no lo creía. Sin embargo, tenía que creerlo cuando oí directamente de los labios del ex-cura Sr. Tetreau y el nuevo cura, Sr. Noel Toussignant, y de los labios del dueño de la casa, el Honorable Laterriere los siguientes detalles que hacía poco tiempo fueron revelados.

Un juez de la paz investigó el asunto en nombre de la moralidad pública. José fue llevado ante los magistrados quienes decidieron pedir a un médico a hacer una encuesta, no pos-mortem, sino ante-mortem. El Honorable Laterriere, quien hizo la encuesta, declaró que José era mujer y los lazos de matrimonio fueron legalmente disueltos.

El obispo y sus vicarios inmediatamente enviaron a un hombre de confianza con dos mil dólares para persuadir a la muchacha a salir del país cuanto antes. Ella aceptó la oferta y cruzó a los Estados Unidos donde pronto se casó y allí permaneció.

Yo hubiera preferido nunca haber oído esa historia o que por lo menos pudiera dudar de algunas de sus circunstancias, pero no había remedio. Fui forzado a reconocer que en mi Iglesia de Roma había tanta corrupción, desde la cabeza hasta los pies, que apenas ha sido superada por Sodoma. Recordé lo que el Rev. Sr. Perras me había contado de las lágrimas y desolación del Obispo Plessis cuando descubrió que todos los sacerdotes de Canadá, con la excepción de tres, eran ateos.

Pero las abominaciones de las cuales José era víctima parecían sobrepasar los límites concebibles de infamia. Por primera vez, lamenté sinceramente haberme hecho sacerdote. El sacerdocio de Roma me parecía entonces ser el cumplimiento preciso de la profecía del Apocalipsis acerca de la gran ramera que embriagaba a las naciones con el vino de sus fornicaciones. (Ap. 17: 1-5)

La confesión auricular que yo sabía ser la causa de estas abominaciones me parecía lo que es en verdad, una escuela de perdición, tanto para el sacerdote como para sus penitentes femeninas. El juramento de celibato del sacerdote era ante mis ojos, en esas horas de aflicción, solamente un disfraz vergonzoso para ocultar una corrupción desconocida aun en los días del antiguo paganismo más depravado.

Yo todavía creía que fuera de la Iglesia de Roma no había salvación, pero mi alma se llenaba de perturbación y ansiedad. No sólo desconfiaba de mí mismo, sino perdí la confianza en los demás sacerdotes y obispos. Dondequiera que volteaba, mis ojos veían los ejemplos más seductivos de perdición. Yo quería salir de este mundo engañoso y perdido.

El Rev. Sr. Guigues, superior del monasterio de los Padres de los Oblatos de María Inmaculada en Longueuil cerca de Montreal, vino a pasar algunos días conmigo para el beneficio de su salud y yo le confesé mis temores.

El Rev. Superior me respondió: –Yo entiendo perfectamente tus temores. Son legítimos y demasiado bien fundados. Yo conozco los peligros formidables que rodean al sacerdote. Yo no me hubiera atrevido a ser un sacerdote secular por un solo día. Yo sabía la historia humillante y desgraciada de José y sé muchas cosas aún más horribles e indecibles que aprendí al predicar y oír confesiones en Francia y en Canadá. De hecho, en realidad es moralmente imposible para un sacerdote secular guardar su voto de celibato excepto por un milagro de la gracia de Dios.

Desde hace mucho, nuestra Iglesia hubiera sido una Sodoma moderna si Dios no le hubiera concedido gracia por los muchos sacerdotes que siempre han ingresado en las varias órdenes religiosas. Solamente los sacerdotes a quienes Dios en su misericordia llama a hacerse miembros de esas órdenes están fuera de peligro, porque ellos están bajo el cuidado paterno y la vigilancia de sus superiores, cuyo celo y caridad son como un escudo para protegerlos. Sus santas leyes estrictas son como un muro fuerte y torres altas que el enemigo no puede penetrar.

El último domingo de septiembre de 1846, di mi sermón de despedida a mi querida parroquia para ir a Longueuil y convertirme en un novato de los Oblatos de María Inmaculada.