C A P I T U L O 35

Por la gran misericordia de Dios, la parroquia de Beauport, que al principio me parecía como un abismo sin fondo en el cual iba a perecer, se había cambiado para mí en un paraíso terrenal. Un solo deseo había en mi corazón: nunca ser quitado de allí.

De repente la calesa del obispo de Qüebec llegó a la puerta de la casa parroquial. El subsecretario dirigió sus pasos al jardín donde yo estaba y me entregó la siguiente carta del Reverendísimo Turgeon, coadjutor de Qüebec:

Mi querido Sr. Chíniquy,
Su Señoría Obispo Signaie y yo deseamos consultar con usted sobre un asunto muy importante. Hemos enviado nuestra calesa para traerlo a Qüebec. Por favor, venga sin la menor dilación.

Sinceramente,

FLAV. TURGEON

Una hora después, yo estaba con los obispos. Mi Sr. Signaie dijo: –El Monseñor Turgeon te dirá por qué enviamos por ti con tanta prisa.

–Sr. Chíniquy, –dijo el Obispo Turgeon, –¿No es Kamouraska el lugar de tu nacimiento?

–Sí, mi señor.

–¿Te gusta ese lugar y te interesa mucho su bienestar?

–Por supuesto, mi señor, las horas más felices de mi juventud las pasé allí.

–Tú sabes, –contestó el obispo, –que el Rev. Sr. Varín ha estado demasiado enfermo estos últimos años para supervisar los intereses espirituales de ese importante lugar. Cientos de las mejores familias de Qüebec y Montreal recurren ahí cada verano. La borrachera, el lujo y la inmoralidad más degradante están desmoronando la vida misma de Kamouraska hoy.

Estas palabras traspasaron mi alma como una espada de dos filos: –Mi señor, espero que no es su intención quitarme de mi querida parroquia de Beauport.

–No, Sr. Chíniquy, no usaremos nuestra autoridad para romper los sagrados y dulces lazos que te unen a la parroquia de Beauport. Pero pondremos ante tu conciencia las razones por las cuales deseamos que estés a la cabeza de esa gran parroquia importante.

Por más de una hora, los dos obispos hicieron fuertes apelaciones a mi caridad por las multitudes hundidas en el abismo de la borrachera y toda clase de vicios sin tener quien les salvara.

El Obispo Signaie añadió: –¿No colocarán una corona doble en tu frente tus obispos, tu patria y tu Dios si consientes en ser el instrumento de las misericordias de Dios hacia la gente del lugar de tu nacimiento y los lugares vecinos? ¿Puedes descansar y vivir en paz ahora en Beauport, mientras oyes día y noche la voz de las multitudes que claman: Ven a ayudarnos, estamos pereciendo? ¿Qué responderás a Dios en el día postrero cuando él te muestre las miles de preciosas almas perdidas de Kamouraska, porque tú rehusaste ir a socorrerlas?Sus amistosas apelaciones paternales tenían mayor poder sobre mí que órdenes. Consentí en ir, bien consciente de los problemas sin fin y la guerra que tendría que confrontar.

La gente de Beauport hizo todo en su poder para convencer a los obispos a permitirme permanecer más tiempo entre ellos, pero el sacrificio tenía que hacerse. Di mi sermón de despedida en medio de clamores indescriptibles, sollozos y lágrimas; y el 17 de septiembre, salí rumbo a Kamouraska.

Cuando me despedí del obispo de Qüebec, él me enseño una carta recién recibida del Sr. Varín llena de las más amargas expresiones de indignación a causa de la selección de semejante fanático y agitador como Chíniquy para un lugar bien conocido por sus hábitos pacíficos y armonía entre todas las clases. Las últimas palabras de su carta eran las siguientes: El clero y la gente de Kamouraska y vecindades consideran como un insulto el nombramiento del Sr. Chíniquy a esta parroquia. Esperamos y pedimos que Su Señoría cambie de parecer al respecto.

Al mostrarme la carta, mis Sres. Signaie y Turgeon dijeron: –Tememos que tendrás más problemas de lo que esperábamos con el anciano cura y sus partidarios, pero te encomendamos a la gracia de Dios y la protección de la Virgen María acordándonos que nuestro Salvador ha dicho: En el mundo tendréis aflicción; mas confiad, yo he vencido al mundo. (Jn. 16: 33)

Llegué a Kamouraska el 21 de septiembre de 1842, uno de los finísimos días del año; pero mi corazón estaba lleno de desolación indecible, porque por todo el camino los curas me dijeron que la gente con su pastor anciano estaban unánimes en su oposición a mi presencia ahí.

Despedí al chofer, tomé mi morral, entré a la iglesia y pasé más de una hora en ferviente oración o más bien clamores y lágrimas. Me sentí tan deshecho que necesitaba esa hora de descanso y oración. Las lágrimas que derramé ahí desahogaron mi espíritu cargado.

Hay un poder maravilloso en las oraciones y lágrimas que surgen del corazón. Sentí como un hombre nuevo. Me parecía que escuchaba la trompeta de Dios llamándome al campo de batalla. Mi único propósito, entonces, era ir y luchar confiando solamente en él por la victoria.

Tomé mi morral, salí de la iglesia y caminé lentamente hacia la casa parroquial. Al tocar la puerta, una voz airada exclamó, –¡Entra!

Entré y di un paso hacia el anciano cura enfermo y estaba a punto de saludarlo cuando me dijo con enojo: –La gente de Beauport hicieron grandes esfuerzos para que continuaras entre ella, pero la gente de Kamouraska hará un esfuerzo igual para sacarte de este lugar.

–Monseñor le Cure, –le respondí con calma, –Dios sabe que yo nunca quería salir de Beauport para venir aquí, pero pienso que es el gran Dios misericordioso que me ha traído por la mano aquí y espero que él me ayudará a vencer toda oposición indistinto de donde venga.

El replicó con enojo: –¿Es para insultarme que me llamas Monseñor le Cure? Yo ya no soy el cura de Kamouraska, ahora, tú eres el cura, Sr. Chíniquy.

–Discúlpeme, mi querido Sr. Varín, –dije, –usted todavía es y espero que permanecerá toda su vida el honrado y amado cura de Kamouraska. El respeto y gratitud que yo le debo a usted me ha hecho rehusar los títulos y honores que nuestro obispo quería darme.

–Pues si yo soy el cura, entonces, ¿Qué eres tú? –replicó el sacerdote anciano con más calma.

–No soy más que un sencillo soldado de Cristo y un sembrador de la buena semilla del Evangelio, –respondí, –mientras yo peleo contra nuestro enemigo común en la llanura como hizo Josué, usted como Moisés se colocará en la cumbre de la montaña, levantará sus manos al cielo, enviará sus oraciones al propiciatorio y así ganaremos la batalla. Entonces ambos bendeciremos al Dios de nuestra Salvación por la victoria...

–¡Bien, bien! Esto es hermoso, grandioso y sublime, –dijo el anciano sacerdote con una voz llena de emoción amistosa, –pero, ¿Dónde están tus muebles y biblioteca?

–Mis muebles, –contesté, –consisten en este morral que tengo en mi mano. No quiero ninguno de mis propios libros mientras tenga el gusto y el honor de estar con el buen Monseñor Varín quien me permitirá, estoy seguro, registrar su biblioteca espléndida y estudiar sus libros raros y cultos.

–Pero, ¿Cuáles habitaciones quieres ocupar? –respondió el buen cura anciano.

–Como la casa parroquial será suya y mía, –respondí, –no quiero molestarlo de ninguna manera; por favor, dígame dónde usted quiere que duerme y descanse. Yo lo aceptaré con gratitud. Cuando yo era niño, un pobre huérfano en su parroquia hace unos veinte años, ¿No era usted un padre para mí? Por favor, sigue viéndome como su propio hijo, pues yo siempre lo he amado y estimado como padre y todavía así lo estimo. Usted era mi guía y consejero en mis primeros pasos en los caminos de Dios. Por favor, siga guiándome y aconsejándome hasta el fin de su vida.

No había terminado mis últimas palabras cuando el anciano se deshizo en lágrimas, me abrazó, apretándome a su corazón y dijo con una voz medio sofocada por sus sollozos: –Querido Sr. Chíniquy, perdóname las cosas malas que he escrito y dicho de ti. Estás bienvenido a mi casa parroquial y alabo a Dios por enviarme semejante joven amigo para ayudarme a sobrellevar la carga en mi vejez.

Luego le di la carta del obispo que confirmó todo lo que le dije acerca de mi misión de paz hacia él. Desde ese día hasta su muerte, que ocurrió seis meses después, nunca tuve un amigo tan sincero como el Sr. Varín.

La causa principal de oposición que la gente tenía contra mi venida fue que yo era el sobrino de Don Amable Dionne quien había hecho una fortuna colosal a expensas de ellos. El Rev. Sr. Varín, quien siempre le debía, fue forzado por las circunstancias a comprar de él tanto para sí mismo como para la iglesia y tenía que pagar sin quejarse los más exorbitantes precios por todo.

A la mañana siguiente, después de mi llegada, el sacristán me dijo que la iglesia necesitaba varios metros de algodón para hacer algunas reparaciones y me preguntó si debería ir como siempre a la tienda del Sr. Dionne. Yo le dije que fuera ahí primero a preguntar el precio de ese artículo, luego que fuera a las demás tiendas y que lo comprara en la más barata. Pedían 30 en la tienda del Sr. Dionne y sólo 15 en la del Sr. St. Pierre; por supuesto, lo compramos ahí.

No terminó el día antes que este hecho aparentemente insignificante fuera conocido en toda la parroquia tomando imprevistas dimensiones extraordinarias. Los granjeros se juntaron y se felicitaron que por fin las imposiciones que tenían que pagar en la tienda terminaron. Muchos buscaron al Sr. St. Pierre para oír de sus propios labios que su nuevo cura inmediatamente les había librado de lo que ellos estimaban ser una larga servidumbre ignominiosa. Se felicitaban por tener ahora un sacerdote con una mente tan independiente y honesto que no les haría ninguna injusticia ni aun para agradar a un pariente en cuya casa había pasado los años de su niñez.

Este sencillo acto de honestidad hacia la gente, ganó para mí su afecto. Sólo una mancha oscura quedó en sus mentes contra mí. Se les habían dicho que el único tema que yo predicaba era ron, whisky y borrachera.

Asistió una inmensa multitud el próximo domingo. Mi texto fue: Así como el Padre me amó, así os he amado. (Jn.15:9), enseñándoles cómo Jesús demostró que él era su amigo. Pero sus sentimientos de piedad y gusto por lo que oyeron no era nada en comparación a su sorpresa cuando vieron que prediqué casi una hora sin decir una sola palabra sobre whisky, ron o cerveza.