C A P I T U L O 34

Varios días previos a la victoria ganada durante el banquete honrando al Obispo de Forbin Janson, Me encontré en un estado de gran desesperación a causa de la ira que había incurrido por establecer la sociedad de abstinencia. Mis sentimientos de aislamiento se volvieron insoportables. De verdad, fue una de las horas más oscuras de mi vida.

Mirando fijamente por mi ventana, noté que un extranjero llegó a la puerta. Observando su porte, percibí que era un caballero de calidad. Estrechando mi mano como si fuéramos viejos amigos, se presentó y con gran gozo procedió a explicarme el propósito de su visita.

El había sido escogido para informarme personalmente que la gran mayoría de la gente de habla inglés, no sólo de Qüebec, sino por todo Canadá, manifestaba la más profunda admiración por la gran reforma que yo había realizado en Beauport y que la gente que él representaba estaba enterada de la severa oposición de parte de mis superiores que yo tenía que confrontar.

El dijo: –Dios está de su parte (citando a Proverbios 23: 31 y 32). Tenga ánimo, señor, porque tiene a su favor a Jesucristo mismo; porque él ha dicho: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados . . . Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persiguen y digan toda clase de mal contra vosotros mintiendo (Mt. 5: 6 a 11). Aunque muchos se oponen, hay muchos más orando por usted día y noche, pidiendo a nuestro Padre Celestial que derrame sobre usted sus más abundantes bendiciones. Entonces prosiguió en darme sus opiniones sobre la abstinencia. ¡Eran idénticas a las mías! Me maravillé de su sinceridad de propósito y claridad de entendimiento.

Sus palabras de ánimo eran verdaderamente proféticas: –Aunque hoy se sostiene solo, pero firme y las semillas que ha sembrado hoy, frecuentemente las riega con sus propias lágrimas, yo sé que dentro de poco, un país agradecido bendecirá su nombre.

Apenas dándome tiempo para expresar mi gratitud, dijo: –Yo sé que usted ha de estar muy ocupado, no quitaré más de su valioso tiempo. Adiós, señor, que el Señor le bendiga y le guarde en todos sus caminos.

La noticia inesperada de que la gente de habla inglés estaba orando por mí llenó mi corazón de gozo y sorpresa. Mi primer pensamiento fue caer de rodillas y darle gracias a Dios por enviarme a semejante mensajero. Cada palabra de sus labios había caído sobre mi alma herida como el aceite del buen samaritano sobre las heridas sangrentadas del caminante a Jericó.

De repente, mi mente se echó hacia atrás en horror acompañado por una sensación de humillación indecible. ¡Ese hombre era Protestante! ¡Una persona a quien mi Iglesia me había enseñado a anatematizar y maldecir como esclavos de Satanás y rebeldes contra Cristo! ¡Me sentí tan avergonzado al pensar en esa gente orando por mí! Sin embargo, una voz surgió dentro de mí y entre más intenté silenciarla, más fuerte se aumentaba: –¿Quién está más cerca de Dios?

Las respuestas que venían de mi alma no podían ser calladas. Fui forzado a escuchar y sonrojar ante la realidad que me saltaba a la vista. ¡Orgullo! ¡Sí, orgullo diabólico! Este es el vicio (por excelencia) de todo sacerdote de Roma. Así como está enseñado a creer y decir que su Iglesia está muy por encima de cualquier otra iglesia, lo mismo se enseña concerniente al sacerdocio. Como sacerdote, uno se cree estar por encima de todos los reyes, emperadores, gobernadores y presidentes del mundo. Orgullo es el pan cotidiano del Papa, de los obispos y sacerdotes y aun del laico más bajo de la Iglesia. Esto es el gran secreto de su poder y fortaleza. Les da el ánimo de una voluntad de acero para someter todo bajo sus pies, sujetar a todo ser humano a su voluntad. El sacerdote de Roma cree que él ha sido llamado por Dios Todopoderoso para mandar, subyugar y gobernar al mundo.

Si alguien sospecha que exagero, lea las siguientes palabras que el Cardinal Manning pone en los labios del Papa en uno de sus discursos: Yo no reconozco ningún poder civil; no estoy sujeto a ningún príncipe. Soy más que esto, me declaro ser el juez supremo y director de la conciencia de los hombres desde el campesino que ara el campo hasta el príncipe que se siente sobre el trono; desde el hogar que vive en la sombra de la privacía hasta el legislador que hace leyes para el reino. Yo soy el único, último y supremo juez de lo que es bueno o malo.

Ese orgullo que estaba en mí, aunque no lo veía en aquel entonces, recibió de mi visitante Protestante una verdadera y ruda reprención.

¡Qué criatura tan extraña es el hombre! ¡Cuán volubles son sus juicios! En 1842 no tenían palabras suficientemente halagadoras para alabar al mismo hombre sobre quien habían escupido en 1838 por hacer la misma cosa. Este cambio repentino de condenación a la alabanza, cuando hacía la misma obra, tenía el buen efecto de curarme del orgullo natural que uno está propenso a sentir cuando es aplaudido públicamente por los hombres.