C A P I T U L O 33

¿Nos ha dado Dios oídos para oír, ojos para ver e inteligencia para entender? ¡El Papa dice que no! Pero el Hijo de Dios dice que sí: No entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís? ¿Y no recordáis?” (Mc. 8: 17 y 18)

Esta apelación solemne de nuestro Salvador a nuestro sentido común derriba la estructura completa de Roma. El Papa lo sabe, por tanto, los Católico-romanos son advertidos a no confiar en el testimonio de sus oídos, ojos e inteligencia.

En la Jeune Lorette vivía un sacerdote jubilado que estaba ciego. Para ayudarle, los sacerdotes alrededor de Qüebec lo cuidaban por turnos en sus casas parroquiales. Los concilios de Roma han prohibido a los sacerdotes ciegos decir la misa, pero a causa de su elevada piedad, él obtuvo del Papa el privilegio de celebrar la misa corta de la Virgen que sabía perfectamente de memoria.

Una mañana, el sacerdote anciano estaba en el altar diciendo su misa. Yo estaba en la sacristía escuchando confesiones, cuando el joven sirviente vino y me dijo: –Le llama el Padre Daule, por favor, venga pronto.

Temiendo que algo hubiera sucedido a mi anciano amigo, corrí a él. Lo encontré palpando nerviosamente al altar con sus manos como en búsqueda de algo muy precioso. Llegando cerca de él, le pregunté: –¿Qué desea usted?

El respondió con un grito de angustia: –¡El buen dios ha desaparecido del altar! ¡Está perdido!

Con la esperanza de que estaba equivocado y que sólo había dejado caer al suelo, por algún accidente, al buen dios (Le Bon Dieu), hicimos la búsqueda más minuciosa, pero no encontramos al buen dios.

Al principio, acordándome de los miles de milagros que había leído de desapariciones y maravillosos cambios de las formas del dios oblea, llegó a mi mente que habíamos presenciado un gran milagro. Pero pronto cambié de opinión. La iglesia de Beauport estaba habitada por las ratas más audaces e insolentes que jamás he visto. Muchas veces al decir la misa, yo había visto las trompas feas de varias de ellas. Fueron atraídas por el olor de la oblea recién hecha. Querían desayunar el cuerpo, sangre, alma y divinidad de mi Cristo. Pero como yo estaba constantemente moviéndome y rezando en voz alta, las ratas invariablemente se asustaban y huían a sus escondites secretos.

El Padre Daule sinceramente creía lo que todo sacerdote de Roma está obligado a creer: que él tenía el poder para convertir la oblea en dios. Inclinando mi cabeza al angustiado sacerdote anciano, le pregunté: –¿No ha quedado, como suele, un largo tiempo sin moverse en la adoración del buen dios después de la consagración?

Prontamente contestó: –Sí, pero, ¿Qué relación tiene eso con la pérdida del buen dios?

Repliqué en una voz baja, pero con un acento honesto de angustia y asombro: –¡Algunas ratas arrastraron y comieron al buen dios!

–¿Qué me dice? –replicó el Padre Daule, –¿El buen dios, arrastrado y comido por ratas?

–Sí, –contesté, –no tengo la menor duda.

–¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué calamidad tan horrible me ha ocurrido! –exclamó el anciano, levantando sus manos y ojos al cielo, –¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué no me quitaste la vida antes que me ocurriera semejante desgracia? No pudo hablar más, su voz fue ahogado por sus sollozos.

Al principio, yo no sabía qué decir. Mil pensamientos, algunos serios y otros sumamente absurdos, cruzaron mi mente. El sacerdote anciano lloraba como un niño. Me preguntó con una voz quebrantada por sollozos: –¿Qué debo hacer?

Le respondí: –La Iglesia ha previsto sucesos de esta índole y ha provisto para ellos. Lo único que tiene que hacer es conseguir una oblea nueva, consagrarla y continuar su misa como si nada extraño hubiera sucedido. Yo iré y le traeré una oblea nueva.

Corrí a la sacristía y le llevé una oblea nueva, la cual consagró y convirtió en un nuevo dios y terminó su misa como le aconsejé. Después que terminó, llevé al desconsolado sacerdote anciano por la mano a mi casa parroquial. Intenté calmar sus sentimientos diciéndole que no era culpa suya; que este extraño y triste suceso no era el primero; que había sido previsto por la Iglesia, la cual nos dice qué hacer en estas circunstancias y que no había falta ni ofensa contra Dios ni los hombres de parte suya. Esperaba que el sentido común de mis palabras le ayudarían a vencer sus sentimientos, pero estaba equivocado. Sus lamentaciones eran tan amargas y largas como las de Jeremías.

Por fin, perdí mi paciencia y dije: –Mi querido Padre Daule, a nuestro gran y justo Dios no le agrada semejante exceso de dolor y pesar por algo que estaba única y enteramente bajo el control de su poder y sabiduría eterna.

–Señor Chíniquy, –contestó, –veo que faltas la atención y experiencia que tan frecuentemente falta entre los sacerdotes jóvenes. ¿No comprendes la terrible calamidad que acaba de ocurrir en tu iglesia? Si tuvieras más fe y piedad, llorarías conmigo. ¿Cómo puedes hablar tranquilamente de algo que hace llorar a los ángeles? ¡Nuestro Salvador arrastrado y comido por ratas! ¡Ay, gran Dios! ¿No sobrepasa esto la humillación y los horrores del Calvario?

–Mi querido Padre Daule, –respondí, –permíteme decirle respetuosamente que sí entiendo, igual que usted, la naturaleza deplorable del evento de esta mañana y yo hubiera derramado mi sangre para impedirlo, pero hay que ver el hecho en su propia luz. No dependió de nuestra voluntad. Dios es el único que podría haberlo previsto o impedido. Le diré claramente mi propia opinión: si yo fuera Dios Todopoderoso y una miserable rata se acercara a mí para comerme, yo la mataría antes que pudiera tocarme.

Mi antigua fe robusta en mi poder sacerdotal de cambiar la oblea en dios había, en gran parte, evaporado. Evidentemente Dios quería abrir mis ojos a cuán absurda y terrible es una religión cuyo dios pudiera ser arrastrado y comido por ratas. Si yo hubiera sido fiel a las perspicácias salvadoras que había en mí entonces, hubiera sido salvo en esa misma hora y antes que terminara el día, hubiera quebrantado las cadenas vergozosas del Papa. En esa hora, parecía evidente que el dogma de la Transubstanciación era la más monstruosa mentira, y mi sacerdocio, un insulto a Dios y a los hombres. Mi inteligencia me decía con voz de trueno: –Ya no permanezcas más siendo sacerdote de un dios a quien haces cada día y a quien aun las ratas pueden comer.

Aunque ciego, el Padre Daule entendió por los acentos severos de mi voz que mi fe en el dios que él había creado esa mañana, había sido seriamente modificada si no completamente desmoronada. Quedó silencioso por algún tiempo; luego me invitó a sentarme con él y me habló con un patetismo y una autoridad que sólo mi juventud y su vejez podían justificar. El me dio la reprensión más terrible de mi vida. Me inundó con un diluvio de Santos Padres, concilios y Papas infalibles que habían creído y predicado delante de todo el mundo el dogma de la Transubstanciación.

Si yo hubiera hecho caso a la voz de mi inteligencia y hubiera aceptado la luz que mi Dios misericordioso me daba, fácilmente hubiera hecho pedazos los argumentos del anciano sacerdote de Roma. Pero, ¿Qué podía mi inteligencia decir contra la Iglesia de Roma? ¡Se me prohibió escucharla, porque no pesaba nada contra tantas inteligencias instruidas, santas e infalibles! No me daba cuenta que el peso de la inteligencia de Dios estaba a mi favor y que ella, pesada en el balance contra la inteligencia de los Papas, era mayor que todo el universo contra un grano de arena.

Una hora más tarde, derramando lágrimas de arrepentimiento, yo estaba a los pies del Padre Daule en el confesionario confesando el gran pecado que había cometido al dudar por un momento del poder del sacerdote de cambiar una oblea en dios. El me dio mi perdón y para mi penitencia me prohibió decir una sola palabra acerca del triste fin del dios que él había creado esa mañana, porque este conocimiento destruiría la fe de los Católico-romanos más sinceros.

La otra parte de la penitencia era: durante nueve días tenía que caminar de rodillas ante las catorce estaciones de la cruz y recitar delante de cada cuadro un Salmo penitencial, la cual hice. Para el día sexto, la piel de mis rodillas se rompía y la sangre fluía libremente. Sufrí verdadera tortura cada vez que me arrodillé y a cada paso que di. ¡Pero me parecía que estas terribles torturas no eran nada en comparación a mi gran iniquidad!