C A P I T U L O 31

El 21 de marzo de 1839, di mi primer sermón sobre la abstinencia. Expliqué cómo el alcohol destruía no solamente sus vidas de ellos, sino también las de sus hijos hambrientos. –No puedo librar esta batalla solo, –les reté, –necesitamos levantar un gran ejército con Jesucristo como nuestro General. El nos bendecirá y nos llevará a la victoria. ¡Durante los próximos tres días llenaremos nuestras filas para que ese gigante destructor de nuestros cuerpos y almas sea expulsado de entre nosotros!

Al día siguiente, 75 hombres que contaban entre los borrachos más desesperados de Beauport se ingresaron bajo la bandera de abstinencia. El segundo día se unieron 200 a la batalla. Para el tercer día 300 más hicieron la promesa. Durante estos tres días, más de 2/3 de mi congregación habían hecho la promesa pública de abstinencia, solemnemente en la presencia de Dios delante del altar.

Como un gran número de personas de parroquias vecinas y aun de Qüebec habían venido por curiosidad, las noticias de esa obra maravillosa se difundió rápidamente por todo el país. La prensa, tanto la francesa como la inglesa estaban unánimes en sus alabanzas y felicitaciones. Pero mientras los Protestantes de Qüebec estaban bendiciendo a Dios por esta reforma, los canadienses franceses, siguiendo el ejemplo de sus sacerdotes, me denunciaban como un necio y hereje.

La indignación del obispo sobrepasó todo límite. Pocos días después, me mandó llamar a su palacio: –Has transigido nuestra santa religión introduciendo una sociedad cuyo origen es claramente hereje. Anoche el venerable Gran Vicario Demars me dijo que tarde o temprano te convertirás en Protestante y que esto es tu primer paso. ¿No ves que sólo los Protestantes te alaban? Mi primer pensamiento, cuando un testigo ocular me contó lo que has hecho, era suspenderte. Lo único que me ha impedido hacerlo es la esperanza de que tú mismo disuelvas esa sociedad anti-católica que huele a herejía y que no será tolerada por tu obispo.

Le respondí: –Mi señor, usted ha olvidado que yo estaba totalmente en contra de ser designado el cura de Beauport y Dios sabe que usted sólo tiene que decir la palabra y le entregaré mi renuncia; pero ahora con una condición: que se me permita publicar ante el mundo que el Rev. Sr. Begin, mi predecesor, nunca fue molestado por su obispo por haber permitido a su congregación nadar en el fango de la borrachera durante veintitrés años y que yo he sido deshonrado por mi obispo y echado fuera de esa misma parroquia por haber sido el instrumento, por la misericordia de Dios, en convertirla en la gente más sobria de Canadá.

El pobre obispo sintió inmediatamente que no podía sostener su posición. También vio que sus amenazas no tenían ninguna influencia sobre mí y que yo no estaba dispuesto a deshacer lo que había hecho. Después de uno o dos minutos de silencio penoso, dijo: –¿No ves que las promesas solemnes que has arrancado de esos pobres borrachos son precipitadas e imprudentes y que las quebrantarán en la primera oportunidad? Su futuro estado de degradación después de semejante excitación será peor que el primero.

Le respondí: –Yo participaría de su temor si ese cambio fuese obra mía, pero como es la obra del Señor, no tenemos nada que temer. En cuanto a la profecía del venerable Sr. Demars de que he dado mis primeros pasos hacia el Protestantismo al convertir a un pueblo de la borrachera a la sobriedad, el venerable Gran Vicario haría mejor en venir a ver lo que el Señor está haciendo en Beauport en lugar de calumniarme y proferir falsas profecías contra su cura y su gente. Mi única respuesta es que los Protestantes entienden mejor la Palabra de Dios sobre esta cuestión y la respetan mejor que nosotros los Católico-romanos. Ya es hora de abrir nuestros ojos a nuestra falsa posición. Sería tan amable Su Señoría de decirme, ¿Por qué yo soy denunciado y calumniado cuando el Padre Mathew es alabado públicamente por sus obispos y bendecido por el Papa por llenar a Irlanda con sociedades de abstinencia?

En ese mismo momento entró el subsecretario a decir al obispo que un caballero quería verlo inmediatamente sobre un asunto urgente y el obispo me despidió bruscamente para mi gran consuelo y su aparente alivio.

Con la excepción del secretario Cazeault, todos los sacerdotes que encontré ese día y durante el siguiente mes, o me trataban con frialdad o me inundaban con sus sarcasmos. Uno de ellos, que tenía amigos en Beauport, era tan audaz que intentó ir por toda la parroquia poniéndome en ridículo, diciendo que yo estaba medio loco y que la mejor cosa que pudiera hacer la gente era brindar moderadamente a mi salud cuando ellos salían al centro.
Pero en la tercera casa, topó con una mujer quien, después de oír el mal consejo que daba a su esposo, le dijo: –Yo no sé si nuestro pastor sea un necio por volver sobria a la gente, pero sí sé que usted es un mensajero del diablo cuando aconseja a mi marido a tomar nuevamente. Usted sabe que él era uno de los borrachos más desesperados de Beauport. ¡Usted personalmente conoce los golpes que yo he recibido cuando él se emborrachaba y cuán pobres y miserables vivíamos y cómo los niños tenían que salir medio desnudos por las calles a mendigar para no morir de hambre conmigo!

–Ahora que mi esposo ha hecho la promesa de abstinencia, tenemos toda comodidad. Mis queridos hijos comen y se visten bien y me encuentro en un pequeño paraíso. ¡Si no sale usted de esta casa inmediatamente, lo sacaré con mi escoba!

Y ella hubiera cumplido su promesa si el sacerdote no tuviera la sensatez de desaparecer apresuradamente.

Cuatro meses después de la fundación de la sociedad en Beauport, la paz, felicidad e industria reemplazaron los alborotos, peleas, blasfemias y miserias asquerosas. La gratitud y respeto de ese pueblo noble por su joven cura no conocía límites.