C A P I T U L O 30

El 21 de septiembre de 1838 fue un día de desolación para mí. Recibí la carta de mi obispo asignándome cura de Beauport. Esa parroquia fue considerada el nido de los borrachos de Canadá. Los recursos naturales de esa parroquia eran extraordinarios. Sin embargo, la gente de Beauport se contaba entre la gente más pobre y miserable de Canadá, porque casi cada centavo que ganaba entraba a las manos de los cantineros. ¡Cuántas veces le oí llenar el aire de gritos y blasfemias y vi las calles enrojecidas con sangre cuando peleaban los unos con los otros como perros rabiosos!

El Rev. Sr. Begin, quien fue su cura desde 1825, había aceptado los principios morales del gran teólogo Católico-romano, Ligorio, quien dice: Un hombre no es culpable del pecado de borrachera entre tanto que pueda distinguir entre un alfiler y una carga de heno.

Fui inmediatamente al palacio a persuadir a Su Señoría a escoger a otro sacerdote para Beauport. El escuchó mis argumentos y respondió: –Mi querido Sr. Chíniquy, tú olvidas que la obediencia implícita y perfecta a sus superiores es la virtud de un buen sacerdote. Tu resistencia obstinada a tus superiores es una de tus debilidades. Si continúas siguiendo tu propia mente en lugar de obedecer a los que Dios ha escogido para guiarte, en verdad temo por tu futuro. Tu nombre está anotado en nuestros registros oficiales como el cura de Beauport. Permanecerás ahí hasta que yo cambie de opinión. Vi que no había remedio, tenía que obedecer.

Mi predecesor estaba vendiendo todos sus muebles antes de tomar el cargo de su parroquia lejana. Amablemente me invitó a comprar en abonos lo que yo deseaba para mi propio uso. Toda la parroquia estaba ahí mucho antes que yo llegara, en parte para mostrar su simpatía amistosa a su antiguo pastor y en parte para conocer al nuevo cura. Mi pequeña estatura y cuerpo delgado se contrastaban al lado de mi alto y jovial predecesor.

–Apenas supera en tamaño a mi tabaquero, –dijo alguien no lejos de mí, –creo que cabría en la bolsa de mi chaleco.

–¿No tiene la apariencia de una sardina salada? –susurró una señora a una vecina con risa campechana.

Después de un par de horas, un mantel grande fue quitado de una mesa larga, presentando una increíble cantidad de copas para vino y cerveza, garrafas vacías y botellas. Esto produjo carcajadas y aplausos. Casi todos me miraban a mí y escuché a cientos de labios decir: –Esto es para usted, Sr. Chíniquy.

Respondí al instante: –No vengo a Beauport para comprar copas y botellas, sino para romperlas. Estas palabras prendieron su ira como una chispa en la pólvora. Un diluvio de insultos y maldiciones se soltó sobre mí y pronto vi que lo mejor que podría hacer era irme.

Volví inmediatamente al palacio del obispo para intentar cambiar su mente. Le dije lo ocurrido, diciendo: –Siento que no tengo el poder moral ni física para hacer algún bien ahí.

–No estoy de acuerdo, –replicó el obispo, –evidentemente la gente quería probar tu valentía, invitándote a comprar esas copas y hubieras perdido si hubieras cedido a su deseo. Tú eres precisamente lo que la gente de Beauport quiere. Les sorprendiste con tu reprensión audaz. Creeme que ellos te bendecirán si por la gracia de Dios cumples tu profecía, aunque será un milagro si tienes éxito en volver sobria a la gente de Beauport.

El próximo domingo fue un día espléndido y la iglesia de Beauport se llenó. Mi primer sermón fue sobre el texto: ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor.9:16) Con una voz muchas veces sofocada por sollozos, expliqué algunas de las terribles responsabilidades de un pastor. El efecto de ese sermón fue sentido hasta el último día de mi ministerio sacerdotal en Beauport.

Después del sermón, les dije: –Les pediré un favor. Acabo de darles algunos de los deberes de su pobre cura joven hacia ustedes. Quiero que regresen esta tarde a las 2:30 p.m. para poder enseñarles algunos de sus deberes hacia su pastor.

A la hora fijada, la iglesia estaba todavía más concurrida. El texto fue: Y cuando el pastor ha sacado fuera todas sus propias ovejas, va delante de ellas y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. (Jn.10:4) Mi intención era alejar a la gente de las cantinas la mayor parte del domingo e impresionar en sus mentes las grandes verdades salvadoras, presentándolas, dos veces el mismo día, de distintos ángulos. Así hice durante los cuatro años que permanecí en Beauport.

No había encabezado la parroquia más de tres meses cuando decidí formar una sociedad de abstinencia sobre los mismos principios que enseñaba el Padre Mathew de Irlanda. Primero abordé al obispo sobre el tema, pero para mi gran consternación, él absolutamente me prohibió aun pensarlo. Dijo: –Predica contra la borrachera, pero deja en paz a la gente respetable que no es borracha. San Pablo aconsejó a su discípulo Timoteo a beber vino; no intentes ser más celoso que los apóstoles.

En seguida intenté ganar el apoyo de los sacerdotes vecinos. Pero sin una sola excepción, se rieron de mí y me prohibieron hablarles más de abandonar su copa social de vino. Yo estaba determinado a toda costa a formar la sociedad de abstinencia, pero me asustó la idea de que no sólo la ira de todo el clero, sino también la burla de todo el país me inundaría si fracasara.

Perplejo, decidí escribir al Padre Mathew a pedir su consejo. Ese notable apóstol de abstinencia contestó instándome a comenzar la obra inmediatamente, dependiendo de Dios, sin prestar atención a la oposición del hombre. Seguí su consejo y empecé inmediatamente a preparar. Antes de empezar, oraba a Dios y todos los Santos, casi día y noche. Estudié todos los mejores libros escritos en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos sobre el tema y repasé el curso de anatomía que tomé bajo el instruido Dr. Douglas. Por fin, me sentí preparado para la batalla.