C A P I T U L O 3

Ningunas palabras pueden expresar la consternación, ansiedad y vergüenza de un niño romanista, cuando oye por primera vez a su sacerdote decir desde el púlpito en un tono severo y solemne: Esta semana mandarán a sus hijos a confesarse. Asegúrense que comprendan que esta acción es la más importante de sus vidas. Decidirá su eterna felicidad o miseria. Padres y madres, si su hijo oculta sus pecados y comienza a mentir al sacerdote, quien ocupa el lugar de Dios mismo, este pecado es casi irreparable. El diablo tomará posesión de su corazón; su vida será una serie de sacrilegios; y su muerte y eternidad, las de un malvado.

Yo estaba en la iglesia de St. Thomas cuando estas palabras cayeron sobre mí como una bomba. Frecuentemente había oído a mi madre decir que de la primera confesión dependía mi eterna felicidad o miseria. Por tanto, esa semana iba a decidir mi eterno destino.

Pálido y asustado, salí de la iglesia y volví a la casa de mis parientes. Tomé mi lugar en la mesa, pero no podía comer. Fui a mi recámara para examinar mi conciencia y acordarme de todas mis acciones, palabras y pensamientos pecaminosos. Aunque apenas cumplía diez años, esta tarea era abrumadora.

Cuando comencé a contar todos mis pecados, se confundía mi memoria, mi cabeza se sentía mareada, mi corazón pulsaba rápidamente y mi frente sudaba profusamente. Sentí desesperación; era imposible para mí acordarme de todo.

Pasé la noche casi sin dormir. En un sueño espantoso, sentí que había sido echado al infierno por no haber confesado todos mis pecados al sacerdote. Desperté fatigado por los fantasmas de aquella noche terrible. Pasé preocupaciones similares los tres días previos a mi primera confesión. Tenía constantemente delante de mí, el rostro de aquel sacerdote severo que nunca me sonreía. El estaba presente en mis pensamientos durante el día y en mis sueños durante la noche, como el ministro de un Dios airado, justamente irritado contra mí a causa de mis pecados. Perdón, en efecto, había sido prometido bajo la condición de una buena confesión; pero también mi lugar en el infierno me fue mostrado si mi confesión no fuera la más perfecta posible.

Ahora, mi conciencia afligida me decía que habría una probabilidad de noventa y nueve a uno que mi confesión sería mala. Fuera por olvidar algunos pecados o por falta de contrición de la cual había oído tanto, pero cuya naturaleza y efecto creaba un caos total en mi mente.

Así, la cruel Iglesia de Roma quitó mi tierno corazón del bueno y misericordioso Jesús, cuyo amor y compasión me hacía derramar lágrimas de gozo al lado de mi madre. El Salvador a quien esa Iglesia me hizo adorar, por medio del temor, no era el Salvador que llamó a los niños acercarse a él para bendecirlos y tomarlos en sus brazos. Sus manos impías pronto me colocarían a los pies de un hombre pálido y severo, digno representante de un dios despiadado. Yo temblaba ante el estrado de una divinidad implacable, mientras el Evangelio sólo pedía lágrimas de amor y gozo, derramadas a los pies del Amigo de los pecadores.

Por fin, llegó el día de la confesión, o más bien, de juicio y condenación. Yo me presenté ante el sacerdote.

El Sr. Beaubien era un sacerdote nuevo, quien no favorecía nuestra escuela más que su predecesor. Incluso se había encargado de predicar un sermón en contra de la escuela hereje. Su falta de amor por nosotros fue plenamente recíproca.

El Sr. Beaubien también ceceaba y tartamudeaba. Una de mis diversiones favoritas era imitarlo, la cual producía estallidos de risa en todos nosotros. Yo tenía que examinarme sobre cuántas veces me había burlado de él. Esta circunstancia no fue calculada para hacer mi confesión más agradable.

Por fin, me arrodillé al lado de mi confesor. Todo mi cuerpo temblaba. Repetí el rezo preparatorio a la confesión, sin saber lo que dije.

Según las instrucciones dadas antes de la confesión, creíamos que el sacerdote era casi la personificación de Jesucristo. Por lo tanto, creí que mi pecado más grande era el haberme mofado del sacerdote. Habiendo aprendido que era mejor confesar los pecados más grandes primero, comencé así: —Padre, me acuso de haberme burlado de un sacerdote.

Apenas había dicho estas palabras cuando este supuesto representante del humilde Salvador preguntó bruscamente: —¿De cuál sacerdote te burlaste muchacho?

Yo hubiera preferido cortarme la lengua que decirle en la cara quien era. Así que, guardé silencio un rato; mi silencio le puso nervioso y casi enojado. Con un tono arrogante dijo: —¿De cuál sacerdote tomaste la libertad de burlarte de él?

Vi que tenía que responder. Afortunadamente su arrogancia me hizo más firme y audaz. Dije: —Señor, usted es el sacerdote de quien me burlaba.

—¿Pero cuántas veces te encargaste de burlarte de mí, muchacho?

—Intenté descubrirlo, —contesté, —pero nunca pude.

—Tienes que decirme cuántas veces; porque burlarse de su propio sacerdote es un gran pecado.

—Es imposible darle el número de veces, —respondí.

—Bueno, hijo mío, ayudaré a tu memoria haciéndote preguntas. Dime la verdad. ¿Piensas que te hayas burlado de mí diez veces?

—Muchas más veces, señor.

—¿Cincuenta veces?

—Muchas más todavía.

—¿Cien veces?

—Diría quinientas veces o quizás más, —contesté.

—Bueno, muchacho, ¿Pasas todo el tiempo burlándote de mí?

—No todo, pero desgraciadamente lo hago muchas veces.

—Bien dices desgraciadamente, porque burlarse de su sacerdote, quien ocupa el lugar de nuestro Señor Jesucristo, es un gran pecado para ti. Pero, dime muchachito, ¿Por qué te has burlado de mí así?

En la examinación de mi conciencia no había previsto que sería obligatorio a dar la razón por haberme burlado del sacerdote y estaba asombrado por sus preguntas. No me atreví a contestar, mudo por la vergüenza que me abrumaba. Pero con su perseverancia hostigadora, el sacerdote insistía que le dijera por qué me había burlado de él, diciendo que sería condenado si no dijera toda la verdad. Así que, le dije, —Me he burlado de usted por varias cosas.

—¿Qué es lo primero que te hizo burlar de mí? —siguió el sacerdote.

—Me reía de usted porque ceceaba. Entre los alumnos de nuestra escuela, muchas veces imitamos su predicación para provocar la risa.

—¿Has hecho esto frecuentemente?

—Casi todos los días, especialmente desde que predicó contra nosotros.

—¿Por cuál otra razón te reíste de mí, muchachito?

Por largo rato quedé en silencio. Cada vez que abría mi boca para hablar me faltaba valor. El seguía incitándome. Por fin, dije: —Hay rumores en el pueblo que usted enamora a las muchachas; que usted visita a las señoritas Richards todas las tardes y esto nos hace reír.

Evidentemente el pobre sacerdote fue abrumado por mi respuesta y dejó de preguntarme sobre ese tema. Cambiando la conversación, dijo: —¿Cuáles son tus otros pecados?

Empecé a confesarlos en el orden en que llegaban a mi memoria. Pero el sentimiento de vergüenza que me dominaba al repetir todos mis pecados a este hombre, era mil veces peor que el haber ofendido a Dios. No quedó ningún lugar para algún sentimiento religioso.

Cuando había confesado todos los pecados que podía recordar, el sacerdote me empezó a hacer las preguntas más extrañas sobre asuntos de los cuales mi pluma tiene que guardar silencio. Dije: —Padre, no entiendo lo que me pregunta.

—Yo te pregunto sobre el sexto mandamiento (séptimo en la Biblia). Confiesa todo; irás al infierno si por tu falta omites algo, —inmediatamente arrastró mi mente a regiones que, gracias a Dios, hasta ese momento me eran desconocidas.

Le respondí, —No entiendo o nunca he hecho esas cosas.

Astutamente volvió a asuntos secundarios; luego, sutilmente regresó a su tema favorito: pecados de libertinaje.

Sus preguntas eran tan inmundas que me ruboricé, nauseabundo de repugnancia y vergüenza. Más de una vez, lamentablemente, había estado en compañía de malos muchachos, pero ninguno había ofendido a mi naturaleza moral tanto como este sacerdote. En vano le decía que no era culpable de tales cosas y que aún no entendía lo que me preguntaba, pero no me iba a dispensar. Como un buitre, ese cruel sacerdote parecía determinado a contaminar y arruinar mi corazón.

Por fin, me hizo una pregunta con una forma de expresión tan vulgar que un sentimiento de horror me hizo temblar. Fui tan lleno de indignación que le dije: —Señor, yo soy muy malo; he visto, oído y hecho muchas cosas que lamento, pero nunca fui culpable de lo que usted me menciona. Mis oídos nunca han oído nada tan malvado como lo que usted ha dicho. Por favor, ya no me haga esas preguntas; no me enseñe más maldad de la que ya sé.

El resto de mi confesión era corto. La firmeza de mi voz evidentemente asustó al sacerdote y le hizo sonrojar. De pronto se detuvo y comenzó a darme un buen consejo que me hubiera sido útil si las profundas heridas de sus preguntas no me hubieran dejado tan absorto en mis pensamientos. Me dio una corta penitencia y me despidió.

Salí del confesionario irritado y confundido. Fui a un rincón retirado de la iglesia para hacer mi penitencia, es decir, repetir los rezos que me había indicado.

Permanecí un largo tiempo en la iglesia. Necesitaba calma después de una prueba tan terrible. Pero en vano busqué reposo. Las preguntas vergonzosas que me había hecho, el mundo de iniquidad al que fui introducido, los fantasmas impuros por los cuales mi corazón de niño había sido contaminado, confundieron y afligieron tan extrañamente a mi mente que empecé a llorar amargamente.

¿Por qué esas lágrimas? ¿Por qué esa desolación? ¿Lloré por mis pecados? ¡Ay! Mis pecados no suscitaron estas lágrimas. Yo pensaba en mi madre quien tan bien me cuidó; ella tuvo tanto éxito en proteger mis pensamientos de esas formas de pecado, los pensamientos que en ese momento contaminaban mi corazón. Dije a mí mismo: ¡Ah! Si mi madre hubiera escuchado esas preguntas, si ella pudiera ver los malos pensamientos que me inundan en este momento; si supiera a cual escuela me mandó cuando me aconsejó en su última carta ir a confesarme, cómo sus lágrimas se mezclarían con las mías. Parecía que mi madre no me amaría más, al ver la contaminación con la cual ese sacerdote había profanado mi alma.

Me sentí sumamente decepcionado al ser alejado tan lejos del Salvador por ese confesionario que había prometido acercarme más a él. Salí de la iglesia sólo cuando fui obligado a hacerlo por el anochecer y llegué a la casa de mi tío con el sentimiento de haber hecho una mala acción y el temor de ser descubierto.

Este tío, como la mayoría de los ciudadanos principales de St. Thomas, era Católico-romano en nombre, sin embargo, no creía ni una sola palabra de sus doctrinas. El se reía de los sacerdotes, sus misas, su purgatorio y especialmente de su confesión. El no ocultaba que cuando era niño se escandalizó por las palabras y acciones de un sacerdote en el confesionario. El me habló en bromas, aumentando mi pena y dolor. —Ahora, —me dijo, —serás un buen muchacho. Pero si has oído tantas cosas nuevas como yo la primera vez que fui a confesarme, eres un muchacho muy instruido. —Y estalló en risa.

Yo me sonrojé y guardé silencio. Mi tía quien era una Católico-romana devota, me dijo: —¿No es cierto que tu corazón siente alivio desde que confesaste todos tus pecados? Yo le di una respuesta evasiva, pero no podía ocultar mi tristeza.

Pensé que yo era el único niño a quien el sacerdote había hecho esas preguntas tan contaminantes. Pero grande fue mi sorpresa cuando supe que a mis compañeros no les había ido mejor. Pero en lugar de entristecerse, ellos se reían.

—¿Te hizo tal y tal pregunta? —demandaban riéndose estrepitosamente.

Yo rehusaba contestar y decía: —¿No se avergüenzan ustedes de hablar de esas cosas?

—¡Ja, ja! Cuán escrupuloso eres, —continuaban, —si no es un pecado para un sacerdote hablarnos de esas cosas, ¿Cómo podrá ser un pecado para nosotros?

Yo me quedé confundido, no sabiendo qué decir. Pronto percibí que aun las niñas habían sido contaminadas y escandalizadas por las preguntas del sacerdote. Pude entender que les hizo las mismas preguntas. Algunas estaban indignadas, mientras otras se reían de buena gana.

Mi intención no es sugerir que este sacerdote era más culpable que los demás, o que no hizo más que cumplir los deberes de su ministerio. Tal fue mi opinión en ese tiempo y detestaba a ese hombre con todo mi corazón, hasta que supe mejor. Este sacerdote sólo había hecho su deber; sólo estaba obedeciendo al Papa y sus teólogos.

La desgracia del Sr. Beaubien, como todos los sacerdotes de Roma, era haberse atado por juramentos terribles a no pensar por él mismo ni usar la luz de su propia razón.

Si hubiera quedado solo, el Sr. Beaubien naturalmente sería demasiado caballero para hacer tales preguntas. Pero sin duda él había leído a Ligorio, Dens y Debreyne, autores aprobados por el Papa y fue obligado a tomar las tinieblas por la luz y el vicio por la virtud.