C A P I T U L O 29

La flota mercantil del otoño de 1836 había llenado el hospital marinero de Qüebec con las víctimas de una fiebre tifoidea de la peor especie. Debido a la epidemia, los doctores y la mayoría de los enfermeros fueron barridos durante los meses del invierno. En la primavera de 1837, yo era casi el único sobreviviente. Para evitar el pánico, la situación del hospital fue guardado secreto; pero para fines de mayo, yo contraje la enfermedad, forzándome a revelar la situación al obispo para que otro capellán fuese designado. El joven Mons. D. Estimanville fue escogido. Duré más de una hora enseñándole todos los cuartos y presentándole a los pobres enfermos y moribundos marineros.

Luego, me sentí tan exhausto que dos amigos tenían que sostenerme en mi regreso a la casa parroquial de St. Roche. Mis médicos fueron llamados inmediatamente. Mi caso era tan peligroso que hicieron llamar a otros tres médicos. Durante nueve días sufrí las torturas más horribles en mi cerebro y en el mismo tuétano de mis huesos. Mi única nutrición fueron unas gotas de agua. Los médicos dijeron al obispo que no había esperanza. Me administraron los últimos sacramentos y me preparé a morir. Al décimo día estaba totalmente inerte.

Aunque todas mis facultades físicas parecían muertas, mi memoria, inteligencia y alma actuaban con más poder que nunca. Durante el curso de la fiebre tuve visiones terribles. En una de ellas, me vi rodeado por enemigos despiadados cuyas dagas y espadas estaban metidas en mi cuerpo. Había muchas otras que recuerdo con minuciosos detalles. Al principio, la muerte no tuvo terror para mí, pues yo había hecho todo en mi poder para cumplir con todo lo que mi Iglesia me mandaba hacer para ser salvo.

—Está muerto o si no, tiene sólo pocos minutos para vivir. Ya está frío y sin respiración y no podemos sentir su pulso, —aunque dijeron estas palabras en un tono muy bajo, explotaron en mis oídos como truenos. “Está muerto” sonaba en mis oídos. Las palabras no pueden expresar mi horror. Una ola congelante empezó a moverse lentamente desde mis extremidades hacia mi corazón. En ese momento, hice un gran esfuerzo para salvarme, invocando la ayuda de la bendita Virgen María. Como un relámpago me atacó una visión terrible. Vi a todas mi buenas obras y penitencias en las cuales mi Iglesia me mandó confiar para obtener la salvación, de un lado de la balanza de la justicia de Dios. Mis pecados estaban al otro lado. Mis buenas obras parecían sólo un grano de arena en comparación con el peso de mis pecados.

—Esta terrible visión destruyó completamente mi falsa seguridad farisaica y llenó mi alma de terror indecible. No pude clamar a Jesucristo ni a Dios su Padre, porque creí sinceramente que ambos estaban airados contra mí a causa de mis pecados. Con mucha ansiedad, volví mis esperanzas hacia Sta. Ana y Sta. Filomena. Mi confianza en Sta. Ana vino de las muletas sin número etc. que cubrían la iglesia “La Bonne St. Anne du Nord.” El cuerpo de Sta. Filomena había sido descubierto recientemente de manera milagrosa y se llenaba el mundo de rumores de los milagros hechos por medio de su intercesión; sus medallas se hallaban dondequiera.

Con toda mi confianza en la voluntad y poder de estas dos Santas de obtener cualquier favor, las invoqué para que pidieran a Dios que me concediera algunos años más de vida. Con la mayor honestidad de propósito, prometí añadir a mi penitencia vivir una vida más santa en el servicio de los pobres y los enfermos. También prometí poner un cuadro de las dos Santas en la iglesia de Sta. Ana para proclamar al mundo su gran poder en el cielo, si ellas obtuvieran mi curación y restaurasen mi salud.

Extrañamente las últimas palabras de mi oración apenas fueron dichas cuando vi aparecer arriba de mi cabeza a Sta. Ana y Sta. Filomena sentadas en medio de una gran luz sobre una hermosa nube dorada. Ambas me miraron con gran amabilidad. La amabilidad de Sta. Ana, sin embargo, estaba tan mezclada con un aire de reverencia y gravedad que no me gustaban sus miradas; mientras Sta. Filomena tenía tal expresión de amor super-humano y amabilidad que me sentía atraído a ella por un poder magnético cuando ella dijo claramente: Serás curado. Y la visión desapareció.

¡Pero fui curado, perfectamente curado! Al desaparecer las dos Santas, sentí como un choque eléctrico pasar por todo mi cuerpo. Los dolores se quitaron, mi lengua se desató, los nervios fueron restaurados a su poder natural y normal, mis ojos se abrieron y las olas congelantes que venían de mis extremidades hacia mi corazón se convirtieron en un baño caluroso y agradable restaurando vida y fuerza a cada parte de mi cuerpo. Levanté mi cabeza, estiré mis manos que no había movido en tres días y mirando alrededor vi a cuatro sacerdotes. Les dije: —Estoy curado, por favor, denme algo de comer.

Inmensamente asombrados, dos de ellos me abrazaron por los hombros para ayudarme a sentar un momento y cambiar mi almohada mientras los otros corrieron a traerme alimento.

—¿Qué significa esto? —dijeron todos, —anoche los doctores nos dijeron que estabas muerto y hemos pasado la noche no sólo llorando tu muerte, sino rezando para rescatar tu alma de las llamas del purgatorio. Y ahora estás con apetito, alegre y saludable.

Respondí: —Significa que cuando sentí que iba a morir, pedí a Sta. Ana y Sta. Filomena a venir a mi socorro y a curarme y ellas han venido. Vi a las dos ahí arriba de mi cabeza. Fue Sta. Filomena quien me habló como mensajero de las misericordias de Dios. He prometido mandar pintar un cuadro de ellas y colocarlo en la iglesia de La Bonne St. Anne du Nord.

Los médicos, habiendo oído de mi curación repentina, se apresuraron en venir a ver lo que significaba. Al principio casi no creían lo que veían sus ojos. La noche anterior me habían dado por muerto; y ahora, la mañana siguiente estaba perfectamente sano. Me preguntaban todas las circunstancias conectadas con esta extraña curación inesperada y yo les dije sencilla pero claramente lo que había ocurrido en el mismo momento en que esperaba morir. Dos de mis médicos eran Católico-romanos y tres eran Protestantes. Mientras los doctores Católicos parecían creer en mi curación milagrosa, los Protestantes enérgicamente protestaron contra esa opinión en el nombre de la ciencia y del sentido común. El Dr. Douglas me hizo la siguiente interrogación:

Dijo: —Querido Padre Chíniquy, usted sabe que no tiene en Qüebec un amigo más devoto que yo y usted me conoce demasiado bien como para sospechar que yo quiero herir sus sentimientos religiosos cuando le digo que no hay la menor apariencia de un milagro en su tan feliz y repentina curación. Si es tan amable para responder a mis preguntas, verá usted que está equivocado al atribuir a un milagro algo que es tan común y natural. Aunque está perfectamente curado, está muy débil. Por favor, sólo responda sí o no a mis preguntas para no agotarse. Por favor, díganos si ésta es la primera visión que tuvo durante el período de esa terrible fiebre.

Respondí: —He tenido muchas otras visiones, pero las consideré el efecto de la fiebre.

Dr.: —Por favor, haga sus respuestas más cortas o de otra manera no le haré más preguntas. Díganos sencillamente si no ha visto en esas visiones a veces cosas horrorosas y espantosas y otras veces cosas muy hermosas.

Res.: —Sí, señor.

Dr.: —¿No han impresionado a su mente esas visiones con tal poder y realidad que nunca las olvidará y que usted las consideraba más reales que una mera visión de un cerebro enfermo?

Res.: —Sí, señor.

Dr.: —No se sintió a veces mucho peor o a veces mucho mejor después de esas visiones según su naturaleza?

Res.: —Sí, señor.

Dr.: —Cuando reposaba durante esa enfermedad, ¿No oraba a los Santos y particularmente a Sta. Ana y Sta. Filomena?

Res.: —Sí, señor.

Dr.: —Cuando considerabas que la muerte se acercaba (y en verdad estaba muy cerca) y escuchó mis palabras imprudentes que sólo le quedaban pocos minutos de vida, ¿No le sobrecogió un pavor de la muerte como nunca había sentido antes?

Res.: —Sí, señor.

Dr.: —¿No hizo entonces un gran esfuerzo para resistir la muerte?

Res.: —Sí, señor.

Dr.: —¿Sabe que usted es un hombre con una voluntad fuertísima y que pocos hombres pueden resistirla cuando usted desea hacer algo? ¿No sabía que su voluntad es de un poder tan excepcional que montañas de dificultades han desaparecido delante de usted aquí en Qüebec? ¿No ha visto aun a mí mismo con otros muchos cediendo a su voluntad a pesar de nosotros mismos?

Con una sonrisa respondí: —Sí, señor.

Dr.: —¿No recuerda ver muchas veces a gente sufriendo terriblemente de un dolor de muela venir a sacarla y que de repente eran curados al ver las navajas y otros instrumentos quirúrgicos que colocamos en la mesa para usar?

Respondí con una risa: —Sí, señor, frecuentemente lo he visto y a mí también me ocurrió una vez.

Dr.: —¿Cree usted que había algún poder sobrenatural entonces en los instrumento quirúrgicos y que esas curaciones repentinas de dolor de muela eran milagrosas?

Res.: —No, señor.

Dr.: —¿No ha leído el volumen de “Directorio Médico” sobre la fiebre tifoidea que le presté donde relata varias curaciones exactamente iguales a la suya?

Res.: —Sí, señor.

Entonces, dirigiéndose a los médicos, el Dr. Douglas dijo: —No debemos agotar a nuestro querido Padre Chíniquy, pero según sus respuestas ustedes entienden que no hay un milagro aquí. Su curación repentina es una cosa muy natural. La visión era lo que llamamos el clímax de la enfermedad cuando la mente está poderosamente empeñada en un objeto muy excitante y cuando esa cosa misteriosa de la cual todavía sabemos muy poco llamado la voluntad (el espíritu) y el alma luchan como un gigante contra la muerte en una batalla donde dolores, enfermedades y aun la muerte huyen y son vencidos.

—Mi querido Padre Chíniquy, de sus propios labios lo tenemos. Usted luchó anoche contra la fiebre y la cercana muerte como un gigante. Con razón ganó la victoria y confieso que es una gran victoria. Yo sé que no es la primera victoria que has ganado y estoy seguro que no será la última. Dios le ha dado una voluntad irresistible. En ese sentido solamente su curación ha venido de él.

Un proverbio antiguo dice: “No hay nada tan difícil como persuadir a un hombre que no quiere ser persuadido.” Aunque el razonamiento y palabras amables del doctor deberían ser escuchado gustosamente, sólo me molestaban. Parecía más agradable a Dios y más conforme a mi fe creer que había sido curado por un milagro. Y por supuesto, el obispo, mi confesor y un sin número de sacerdotes y amigos Católico-romanos que me visitaron durante mi recuperación confirmaron mi opinión.

El diestro pintor, Sr. Plamonon, fue llamado para pintar el cuadro que yo había prometido colocar en la iglesia de St. Anne du Nord. Fue una de las pinturas más hermosas y distinguidas del artista. Tres meses después de mi recuperación, fui a la casa parroquial del cura de St. Anne du Nord, el Rev. Sr. Ranvoize, un pariente mío. El tenía como sesenta y cinco años de edad, era muy rico y tenía una magnífica biblioteca. Cuando era joven disfrutaba de la reputación de ser uno de los mejores predicadores de Canadá.

Era noche cuando llegué con mi cuadro; luego, al estar a solas con el cura anciano, él me dijo: —¿Será posible, mi querido joven primo, que te vas a poner en ridículo mañana? Tu supuesta curación milagrosa fue un sueño de tu cerebro enfermo en el momento de supremo crisis de la fiebre. Es lo que llaman el clímax de la enfermedad cuando un esfuerzo desesperado o mata o cura al paciente. En cuanto a la visión de esa muchacha hermosa a quien llaman Sta. Filomena y quien te ha hecho tanto bien, seguramente no es la primera muchacha que te haya venido en tus sueños y te haya hecho sentir bien. —Al decir estas palabras, se rió tan estrepitosamente que temí que se partiera de risa. Dos veces me repitió esta broma.

Al principio, yo estaba tan escandalizado por esta reprensión inesperada, la cual yo consideraba casi una blasfemia, que estaba a punto de salir sin una palabra más. Pero, después de un momento de reflexión, le dije: —¿Cómo puede usted hablar con tanta liviandad de una cosa tan solemne? ¿No cree usted en el poder de los Santos quienes siendo más santo y puros que nosotros ven a Dios cara a cara, hablan con él y obtienen favores que él rehusaría a nosotros los rebeldes? ¿No es usted el testigo diario de las curaciones milagrosas hechas en su propia iglesia ante sus propios ojos? Literalmente miles de muletas cubren las paredes de su iglesia.

Mi llamada sincera a los milagros diarios y la mera mención de las muletas produjo una risa tan homérica que sentí desconcertado y entristecido. Me quedé absolutamente mudo; quería nunca haber venido. Cuando se había reído de mí hasta quedarse satisfecho, dijo: —Mi querido primo, tu eres el primero con quien hablo de esta forma. Lo hago porque, en primer lugar, te considero un hombre de inteligencia y espero que me comprendas. Segundo, porque tú eres mi primo. Si fueras uno de esos sacerdotes idiotas y verdaderos mentecatos que forman al clero hoy o algún extranjero, te dejaría ir por tu camino creyendo esas ridículas supersticiones degradantes de nuestra pobre gente ignorante.

—Yo te conocí desde tu infancia y conocí a tu padre. El era uno de mis amigos más queridos. Tú eres muy joven y yo muy anciano; es mi deber de honor y conciencia revelarte una cosa que he guardado secreto entre Dios y mí mismo. Yo he estado aquí más de treinta años y aunque nuestro país se llena constantemente del ruido de los milagros grandes y pequeños hechos en la iglesia cada día, estoy dispuesto a jurar ante Dios y comprobar ante cualquier hombre de sentido común que ningún milagro se ha hecho en mi iglesia desde que llegué aquí. Cada una de esas curaciones milagrosas es puro engaño, la obra o de tontos o de adiestrados impostores hipócritas.

—Creeme, mi querido primo, he estudiado cuidadosamente la historia de todas esas muletas. Noventa y nueve por ciento han sido por pobres mendigos perezosos quienes al principio pensaron correctamente que crearían más simpatía y traerían más dinero a sus bolsas caminando de puerta en puerta con una o dos muletas. Esas muletas son la clave para abrir tantos corazones como bolsas. Pero llega el día en que ese mendigo ha comprado una buena granja con sus limosnas robadas o cuando esté realmente cansado y repugnado por sus muletas y quiere deshacerse de ellas, ¿Cómo puede hacerlo sin transigirse? ¡Por un milagro!

—Luego a veces viaja cientos de millas de puerta en puerta mendigando como siempre, pero esta vez pide las oraciones de toda la familia diciendo:

—Voy caminando a la buena Sta. Ana du Nord a pedir que me cure mis piernas. Espero que me curará como a tantos otros. ¡Tengo mucha confianza en su poder! Cada uno le da el doble o quizás diez veces más que antes al pobre cojo haciéndole prometer que si es curado, que regrese para que ellos bendigan a la buena Sta. Ana con él. Cuando llega aquí, me da a veces un dólar o a veces cinco dólares para decir la misa por él.

—Yo recibo el dinero, porque sería un tonto rehusarlo cuando sé que su bolsa se ha llenado tanto. Durante la celebración de la misa generalmente escucho mucho ruido y gritos de gozo: “¡Un milagro, un milagro!” Las muletas son echados en el suelo y el cojo camina tan bien como tú o yo. Y el último acto de esa comedia religiosa es el más lucrativo, porque cumple su promesa visitando cada casa que alguna vez había visitado con sus muletas. El da un informe detallado de su curación milagrosa. Lágrimas fluyen de los ojos de todos y generalmente el último centavo de esa familia es entregado al impostor.

—Este es el caso de noventa y nueve de cada cien curaciones hechas en mi iglesia. El número cien se trata de personas honestas, pero, perdone la expresión, tan ciegas y supersticiosas como tú. Son realmente curados, porque estaban realmente enfermos, pero sus curaciones son el efecto natural del gran esfuerzo de la voluntad. Es el resultado de una feliz combinación de causas naturales que trabajan en el cuerpo, matan el dolor, expelan la enfermedad y restauran la salud.

—Uno de los puntos más débiles de nuestra religión son los milagros ridículos y me atrevo a decir diabólicos hechos y creídos diariamente entre nosotros por las supuestas reliquias y huesos de los santos. ¿No sabes que la mayoría de esas reliquias no son más que huesos de pollos y de ovejas? Y ¿Qué no diría si te contara todo lo que sé sobre las milagrosas imposturas diarias de los escapularios, agua bendita, rosarios y medallas de todas clases? Si yo fuera el Papa, echaría todas esas farzas que proceden del paganismo al mar y presentaría ante los ojos de los pecadores ninguna cosa, sino a Cristo y a él crucificado como el objeto de su fe y esperanza, así como los apóstoles Pablo, Pedro y Santiago hacen en sus epístolas.
No puedo repetir aquí todo lo que escuché esa noche de aquel pariente anciano contra las prácticas ridículas de la Iglesia de Roma, porque habló durante tres horas como un verdadero Protestante. Lo que decía me parecía estar conforme al sentido común, pero como era contraria a la práctica de mi Iglesia y a mi creencia personal, fui sumamente escandalizado y dolido y en ninguna manera convencido. Sentí lástima que él había perdido su antigua fe y piedad.

Al terminar, le dije sin ceremonia: —Yo oí hace mucho tiempo que usted no les caía bien a los obispos, pero no sabía por qué. Sin embargo, si ellos supieran lo que usted piensa y dice aquí esta noche seguramente le suspenderían.

—¿Me traicionarás tú, —añadió, —informando al obispo de nuestra conversación?

—No, mi primo, —repliqué, —preferiría ser quemado a cenizas. No vendería tu amable hospitalidad a precio de traición.

Eran las dos de la mañana cuando nos retiramos a nuestras recámaras respectivas. Pero esa noche era otra de insomnio. Era triste y extraño para mí ver que ese anciano sacerdote instruido era secretamente un Protestante.

A la mañana siguiente, las multitudes llegaron a oír la historia de mi curación milagrosa y ver con sus propios ojos el cuadro de las dos Santas que se me habían aparecido. A las 10:00 a.m. más de 10,000 personas se apiñaron dentro y alrededor de la iglesia.

Después de describir el milagro, exhibí el cuadro y lo presenté para su admiración y adoración. Había lágrimas cayendo en cada mejilla y gritos de admiración y gozo en cada labio. El cuadro me representaba muriendo en mi cama de sufrimiento con las dos Santas a cierta distancia arriba de mí extendiéndome la mano como si dijeran “Serás curado.” Fue colocado en la pared en un lugar visible donde miles y miles fueron a adorarlo desde ese día hasta el año de 1858 cuando el cura fue ordenado por el obispo a quemarlo, porque fue en el mismo año que Dios quitó las escamas de mis ojos.

La aparición de las dos Santas dejó una impresión tan profunda en mi mente que durante la primera semana después de mi conversión, frecuentemente me preguntaba: —¿Cómo es que ahora creo que la Iglesia de Roma es falsa cuando semejante milagro fue hecho en mí siendo uno de sus sacerdotes?
Como un mes después de mi conversión, contraje nuevamente la fiebre tifoidea. Durante doce días, experimenté las mismas torturas y agonías como en 1837. Pero esta vez me moría felizmente. No había temor de ver mis buenas obras como un grano de arena y las montañas de mis iniquidades en la balanza de Dios contra mí. Estaba confiando únicamente en Jesús para ser salvo. Era la sangre de Jesús, el Cordero de Dios, que estaba en la balanza. Entonces no tuve ningún temor, porque sabía que era salvo por Jesús y que esa salvación fue un acto perfecto de su amor, su misericordia y su poder; por consecuencia, me daba gusto morir.

Al día decimotercero de mi sufrimiento, el doctor me dejó, diciendo las mismas palabras de los doctores de Qüebec: —Tiene solo pocos minutos de vida si no está muerto ya.

Aunque por tres o cuatro días no mostré ninguna señal de vida, estaba perfectamente consciente. Yo oí las palabras del doctor y con alegría cambiaría las miserias de esta vida corta por esa eternidad de gloria que mi Salvador me había comprado. Sólo lamentaba morir antes de rescatar más de mis queridos paisanos de la religión idolátrica de Roma. Con los labios de mi alma dije: —Querido Jesús, felizmente voy contigo ahora mismo, pero si es tu voluntad dejarme vivir algunos años más para difundir la luz del Evangelio entre mis paisanos, te bendeciré eternamente junto con mis paisanos convertidos por tu misericordia.

Apenas llegó esta oración al trono de la gracia cuando vi una docena de obispos marchando hacia mí con espadas en sus manos para matarme. Al levantarse la primera espada para partirme la cabeza, hice un esfuerzo desesperado, arrancándola de la mano de mi supuesto asesino y le golpeé con tal fuerza en su cuello que su cabeza rodaba en el suelo. El segundo, tercero, cuarto etc. hasta el último se precipitaron para matarme, pero yo golpeé con tal fuerza al cuello de cada uno de ellos que doce cabezas rodaban en el suelo y flotaban en un charco de sangre. En mi emoción grité a mis amigos que me rodeaban: —¿No ven las cabezas rodando y la sangre fluyendo en el suelo?

De repente sentí como un choque eléctrico de cabeza a pies. ¡Estaba curado, perfectamente curado! Pedí a mis amigos algo de comer; pues no había probado alimento en doce días. Con lágrimas de gozo y gratitud a Dios, ellos cumplieron mi petición. Esta última fue no solamente la curación perfecta de mi cuerpo, sino también una curación del alma. Entonces comprendí claramente que la primera no fue más milagrosa que la segunda. Ahora tenía un perfecto entendimiento de las falsificaciones diabólicas de milagros en la Iglesia de Roma. En los dos casos, fui curado y salvado, no por los Santos, ni por los obispos, ni por los Papas, sino por mi Dios por medio de su Hijo, Jesucristo.