C A P I T U L O 28

Pocos días después de la extraña noche providencial que pasé con los ladrones arrepentidos, recibí la siguiente carta firmada por Chambers y sus desgraciados amigos criminales que fueron arrestados durante la serie de robos y homicidios:

– Querido Padre Chíniquy, Estamos condenados a muerte. Por favor, venga a ayudarnos a confrontar nuestra sentencia como Cristianos.

No intentaré decir lo que sentí al entrar a las celdas húmedas y oscuras donde los culpables estaban encadenados. Ningunas palabras humanas pueden expresar esas cosas. Sus lágrimas y sollozos penetraban mi corazón como una espada de dos filos. Después que los demás me pidieron que escuchara la confesión de sus pecados y que los preparase para la muerte, dijo Chambers: —Usted sabe que soy Protestante, pero estoy casado con una Católico-romana que es penitente suya. Usted ha convencido a mis dos queridas hermanas a convertirse al Catolicismo. Muchas veces he deseado seguirles, pero mi vida criminal me ha impedido hacerlo. Pero estoy determinado a hacer lo que considero ser la voluntad de Dios sobre este asunto tan importante. Por favor, dígame lo que debo hacer para llegar a ser un Católico.

Yo era un sacerdote Católico-romano sincero, creyendo que fuera de la Iglesia de Roma no hay salvación. La conversión de ese gran pecador me parecía un milagro de Dios y fue para mí una feliz distracción en medio de la desolación que sentí en ese calabozo.Pasé los próximos ocho días escuchando sus confesiones y también instruí a Chambers en la fe de la Iglesia de Roma. Les pregunté algunos de los detalles de los homicidios y robos que habían cometido que fueron para mí una lección sobre la perversión humana. Los hechos que escuché me convencieron de la necesidad que todos tenemos. Cuando el hombre es dejado solo, sin ninguna religión para impedir a sus pasiones incontrolables, es más cruel que las bestias salvajes. La existencia de la sociedad sería imposible sin una religión y un Dios para protegerla.

Yo estoy a favor de la libertad de conciencia en su sentido más alto, pero pienso que el ateo debe ser castigado igual que el asesino o el ladrón, porque sus creencias tienden a hacer asesinos y ladrones a todos los hombres. Ninguna ley ni sociedad es factible si no existe Dios.

Entre más se acercaba ese día fatal cuando acompañaría a esos hombres a la horca para verlos lanzados a la eternidad, más horror sentía. Ellos eran para mí, más queridos que mi propia vida. No sólo con gusto mezclaba mis lágrimas con ellos, uniendo con ellos mis oraciones fervientes a Dios por misericordia, sino sentí que estaría dispuesto a derramar mi propia sangre para salvar sus vidas.

El gobernador, Lord Gosford, era mi amigo y puesto que algunos de los hombres pertenecían a las familias más respetadas de Qüebec, organicé una petición para procurar cambiar su sentencia a exilio permanente en la lejana colonia penal de Botany Bay, Australia. Fue firmada por el obispo, los sacerdotes católicos, ministros de varios denominaciones Protestantes y cientos de los ciudadanos principales de Qüebec. Yo presenté personalmente la petición acompañado por el secretario del arzobispo. Pero sentí gran angustia cuando el gobernador me respondió que esos hombres cometieron tantos homicidios y mantuvieron al país en terror por tantos años que era absolutamente necesario castigarlos con muerte.

¿Quién puede describir la desolación de aquellos hombres desgraciados cuando, con una voz ahogada por sollozos y lágrimas, les dije que el gobernador había rehusado? Serían ahorcados al día siguiente. Llenaron sus celdas con clamores que hubieran quebrantado al corazón más endurecido. Había un temor que me atormentaba, como un fantasma del infierno, los últimos tres días. Parecía que a pesar de todos mis esfuerzos, oraciones, confesiones, absoluciones y sacramentos, estos hombres no eran convertidos y serían lanzados a la eternidad con todos sus pecados. Cuando comparé la calma y arrepentimiento sincero de los ladrones con quienes pasé una noche, hacía varias semanas, en su calesa con las expresiones ruidosas de lamentación de estos recién convertidos pecadores, no pude más que descubrir una distancia inmensurable entre los dos.

Yo decía a mí mismo ansiosamente: —¿Será posible que aquellos Protestantes que estaban conmigo en la calesa tenían los verdaderos caminos de arrepentimiento, perdón, paz y vida eterna, mientras nosotros los Católico-romanos con nuestra señal de la cruz, agua bendita, nuestros crucifijos y rezos a los santos, nuestros escapularios y medallas y nuestra tan humillante confesión auricular sólo estamos distrayendo a la mente, alma y corazón del pecador de la verdadera y única fuente de salvación, Cristo? En medio de esos pensamientos angustiosos, casi me arrepentí de haber ayudado a Chambers a abandonar su Protestantismo por mi Romanismo.

Como a las 4:00 p.m., hice un esfuerzo supremo para sacudirme de mi desolación y animarme para los deberes solemnes que Dios me había encomendado. Yo hice algunas preguntas a esos hombres para ver si estaban verdaderamente arrepentidos y convertidos. Sus respuestas añadieron a mi temor. Es verdad que les había hablado de Cristo y su muerte por ellos, pero esto había sido tan entremezclado con exhortaciones a confiar en María, poner su confianza en medallas, escapularios, confesiones etc. que parecía que en nuestra religión, Cristo era como una perla preciosa, perdida entre una montaña de arena. Este temor pronto hizo mi angustia insoportable.

Entonces me metí al pequeño cuarto que el carcelero me había designado y caí de rodillas para orar a Dios por mí mismo y mis pobres convictos. Aunque esta oración me trajo algo de calma, de todas maneras, grande fue mi angustia. Fue entonces que vino a mi mente otra vez la idea de ir al gobernador y hacer otro esfuerzo supremo de intentar cambiar la sentencia de muerte a la de exilio perpetuo. Sin dilatar un solo momento, fui a su palacio.

Eran como las 7:00 p.m. cuando de mala gana me admitió a su presencia, diciéndome al extenderme la mano: —Espero, señor Chíniquy, que usted no viene a renovar su petición de la mañana, porque no puedo concedérsela.

Sin una palabra para responder, caí de rodillas y por más de diez minutos, hablé como jamás había hablado. Hablé tal como hablamos cuando somos embajadores de Dios en una misión de misericordia. Por algún tiempo el gobernador estaba mudo y pasmado. No sólo era un hombre magnánimo, sino también tenía un corazón tierno y amable. Sus lágrimas pronto empezaron a fluir con las mías y sus sollozos se mezclaron con los míos. Con una voz medio sofocada por su emoción, me extendió su mano amistosa y dijo: —Padre Chíniquy, usted me pide un favor que no debo concederle, pero no puedo resistir sus argumentos cuando sus lágrimas, sollozos y clamores me penetran como flechas y quebrantan mi corazón. Voy a conceder el favor que usted me pide.

Eran las 10:00 p.m. cuando toqué la puerta del carcelero pidiéndole permiso para ver a mis queridos amigos en sus celdas para decirles que había obtenido su perdón. El casi no lo creía, pero fijándose en el pergamino, dijo: —¿Ha notado que está cubierto y casi echado a perder por las manchas de las lágrimas del gobernador? Usted ha de ser un hechicero para ablandar el corazón de semejante hombre. Yo sé que estaba absolutamente indispuesto a conceder el perdón.

Yo le convencí que no fue obra mía, sino de nuestro Salvador Jesucristo: —Por favor, apresúrese a abrir las celdas de esos hombres desgraciados para contarles lo que nuestro Dios misericordioso ha hecho para ellos.

Al entrar, no podía contenerme, grité: —¡Regocíjense y bendigan al Señor, mis queridos amigos! ¡No morirán mañana, tengo su perdón conmigo!
Dos de ellos se desmayaron y los otros lloraban derramando lágrimas de gozo. Me abrazaron fuertemente y me cubrieron con sus lágrimas de gozo. Me arrodillé con ellos y dimos gracias a Dios.

A la mañana siguiente, yo estaba con ellos antes de las 7:00 a.m. Las multitudes ya empezaban a reunirse a esa hora temprana para presenciar la muerte de los acusados. Pero cuando oyeron la novedad que la sentencia había sido cambiada, el gentío se volvió furioso. Por un tiempo, temieron que la turba rompiera las puertas de la cárcel y ahorcaría a los reos. El jefe de la policía me advirtió a no aparecer por las calles por algunos días.

Al partir ellos, un mes después, rumbo a Botany Bay, regalé a cada uno un Nuevo Testamento Católico-romano traducido por DeSacy, para leer y meditar durante su largo viaje aburrido. Me despedí de ellos encomendándoles a la misericordia de Dios y la protección de la Virgen María y todos los Santos. Algunos meses después, oí que en alta mar Chambers había roto sus cadenas y las de algunos de sus compañeros con la intención de tomar posesión del barco y escapar a alguna ribera lejana. Pero fue traicionado y luego ahorcado al llegar a Liverpool.

Yo casi había perdido la vista de esos días emocionantes de mi sacerdocio juvenil, cuando en 1878 fui llamado por la providencia de Dios para dar conferencias sobre el Romanismo en Australia.

Poco después de mi llegada, un caballero venerable tocó la puerta. Al saludarme el extranjero, dijo: —¿Está aquí el Padre Chíniquy?

—Sí, señor, yo soy el Padre Chíniquy, —contesté.

—Oh querido Padre Chíniquy, —pronto replicó el extranjero, —¿Será posible que sea usted mismo? ¿Me permite estar completamente a solas con usted por media hora?

—Seguro que sí, —dije, —por favor, señor, pase usted y sígame.

Al estar a solas con el extranjero, me preguntó: —¿Usted me reconoce?

—¿Cómo puedo reconocerlo, señor, —respondí, —no recuerdo haberlo visto jamás.

—¿Recuerda usted de Chambers, quien fue condenado a muerte en Qüebec en 1837 con sus cómplices? —preguntó el extranjero.

—Sí, señor, lo recuerdo muy bien, —repliqué.

—Bueno, querido Padre Chíniquy, yo soy uno de los criminales que llenó a Canadá con terror por varios años. Fui arrestado y justamente condenado a muerte. Usted obtuvo nuestro perdón y la sentencia de muerte fue conmutado a exilio perpetuo en Botany Bay. Mi nombre en Canadá fue A____, pero aquí me llaman B_____. Dios me ha bendecido desde entonces de muchas maneras, pero es a usted a quien debo mi vida y todos los privilegios de mi existencia actual. Después de Dios, usted es mi salvador. Vengo a darle las gracias y a bendecirlo por lo que usted ha hecho por mí.
Pero su gozo de él no excedió el mío. Le pedí que me contara los detalles de su extraña y maravillosa historia. Aquí doy un corto resumen de su respuesta:

—Después de su última bendición que usted me dio abordo del barco, lo primero que hice fue abrir el Nuevo Testamento que usted me dio. Fue la primera vez en mi vida que tuve ese libro en mis manos. A decir verdad, la primera lectura del Evangelio hizo mucho para derrumbar mi fe Católico-romana y hacer naufragar la religión que me enseñaron mis padres, el colegio y aun usted mismo. El único bien que me hizo la primera lectura era darme pensamientos más serios y prevenir mi participación con Chambers y sus conspiradores en su necio complot.

—Pero si mi primera lectura del Evangelio no me hizo mucho bien, no puedo decir lo mismo de la segunda. Recuerdo que usted nos dijo que nunca leyéramos sin antes ofrecer a Dios una ferviente oración por ayuda y luz para entenderlo. Yo estaba verdaderamente hastiado de mi vida anterior. Pues al abandonar el temor y el amor de Dios, me caí al abismo más profundo de perversión y miseria humana hasta llegar tan cerca del fin de mi vida en la horca. Sentí la necesidad de un cambio. Muchas veces usted nos repitió las palabras de nuestro Salvador: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cansados y yo os haré descansar.” Pero igual que todos los demás sacerdotes, usted siempre mezcló esas admirables palabras salvadoras con la invocación a María y la confianza en nuestras medallas, escapularios, la señal de la cruz, etc. El llamamiento de Cristo siempre fue ahogado en la Iglesia de Roma por aquellas supersticiones y absurdas prácticas impías.

—Una mañana, después de pasar una noche sin dormir y sintiéndome oprimido por el peso de mis pecados, abrí el Evangelio después de una ferviente oración por luz y guianza. Se clavaron mis ojos en las palabras de Juan 1: 29: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.” Estas palabras descendieron sobre mi pobre alma culpable con un poder divino irresistible. Con lágrimas de indecible desolación, pasé el día clamando:

—¡Oh, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ten misericordia de mí! ¡Quita mis pecados!

—Antes que terminara el día, sentía y sabía que el Cordero de Dios había quitado mis pecados. El cambió mi corazón y me hizo un hombre totalmente nuevo. Desde ese día, la lectura del Evangelio era como el pan al hombre hambriento y como las aguas puras y refrescantes al viajero sediento. Mi gozo, mi inefable gozo, era leer el Santo Libro y hablar del amor del querido Salvador para los pobres pecadores con mis compañeros en cadenas. Gracias a Dios, un buen número de ellos encontraron al que es Preciosísimo, convirtiéndose sinceramente en los agujeros oscuros de ese barco.

—En los trabajos forzados en Sydney con los demás reos, sentí que mis cadenas eran tan ligeras como plumas, porque estaba seguro que mis pecados fueron quitados y aunque trabajaba bajo el sol ardiente desde la mañana hasta la noche, me sentí feliz y mi corazón estaba lleno de gozo, porque estaba seguro que mi Salvador me había preparado un trono en su reino y que él me había comprado una corona de gloria, muriendo en la cruz para redimir mi alma culpable.

—Apenas había pasado un año en Australia en medio de los convictos, cuando un ministro del Evangelio, acompañado por otro caballero, vino a mí y dijo: —Su perfectamente buena conducta y su vida Cristiana han atraído la atención y la admiración de las autoridades y el gobernador nos envía para entregarle este documento que dice que usted ya no es un criminal ante los ojos de la ley. Está perdonado y puede llevar la vida de un ciudadano honorable con la condición de que usted siga en los caminos de Dios. Después de hablar así, el caballero puso cien dólares en mis manos y añadió:

—Vaya y sea usted un fiel seguidor del Señor Jesucristo y el Dios Todopoderoso le bendecirá y le hará prosperar en todos sus caminos.

—Lleno de gozo, pasé varios días y noches bendiciendo al Dios de mi Salvación, Jesús, el Redentor de mi alma.

—Algunos años después, oímos de los descubrimientos de ricas minas de oro en varias partes de Australia. Primero pedí a Dios que me guiara, luego salí hacia las minas en búsqueda de oro. Después de una larga caminata, estaba muy cansado. Me senté en una piedra lisa para comer y luego apagar mi sed con el agua del arroyo. Estaba comiendo y bendiciendo a Dios, cuando de repente me llamó la atención una piedra junto al arroyo casi del tamaño de un huevo de ganso. Fui y la recogí. ¡La piedra era casi todo del oro más puro!

—Me arrodillé a dar gracias a Dios y alabarle por esta nueva prueba de su misericordia hacia mí y empecé a buscar más. Usted puede imaginar mi gozo al encontrar ese terreno literalmente cubierto de piezas de oro. Cuando alcancé a tener como ochenta mil Libras depositadas en los bancos, un caballero me ofreció ochenta mil Libras más por el terreno y se lo vendí. Invertí en un terreno que pronto llegó a ser el sitio de una ciudad importante y llegué a ser uno de los hombres más ricos de Australia. Luego comencé a estudiar y a mejorar la poca educación que había recibido en Canadá. Me casé y mi Dios me ha hecho padre de varios hijos. La gente entre quienes fijé mi residencia, desconociendo mi pasado, me han elevado entre las dignidades principales del lugar. Por favor, querido Sr. Chíniquy, venga a comer conmigo mañana para poder mostrarle mis propiedades y presentarle a mi esposa y a mis hijos.

Al contarme sus aventuras maravillosas, su voz muchas veces fue ahogada por sus emociones. Le dije: —Ahora entiendo por qué mi Dios me dio un poder tan maravilloso sobre el gobernador de Canadá cuando arranqué su perdón de las manos a pesar de sí mismo. El Dios misericordioso quiso salvarle a usted y usted es salvo. ¡Bendito sea su nombre para siempre!

Al día siguiente, fue mi privilegio estar con su familia en su comida. Nunca en mi vida he visto una madre más feliz y una familia más interesante. Después de la comida me mostró su hermoso jardín y su rico palacio. Luego, abrazándome fuertemente, dijo: —Querido Padre Chíniquy, todas estas cosas pertenecen a usted. Es a usted, después de Dios, a quien debo mi vida, todas las bendiciones de una grande familia Cristiana y el honor de la alta posición que tengo en este país. ¡Que el Dios del cielo siempre le bendiga por lo que usted ha hecho por mí!

Le respondí: —Querido amigo, a mí usted no debe nada. No he sido más que un débil instrumento de las misericordias de Dios hacia usted. Al gran Dios misericordioso solamente sea la alabanza y la gloria. Por favor, pida a su familia que se acerque y cantemos unidos para la gloria y alabanza de Dios, el Salmo 103.

Después de cantar, me despedí de él por segunda vez para nunca verlo nuevamente hasta que estemos en aquella Tierra Prometida donde cantaremos la eterna Aleluya alrededor del trono del Cordero inmolado por nosotros y quien nos redimió con su sangre.