C A P I T U L O 27

Los tres años siguientes a la epidemia de la Cólera Morbo serán recordados por largo tiempo en Qüebec a causa de los numerosos robos audaces y homicidios que mantenían a la población total en terror constante. Por fin, cinco de los criminales: Chambers, Mathieu, Gagnon, Waterworth and Lemoine fueron arrestados en 1836, sometidos a juicio, declarados culpables y condenados a muerte en marzo de 1837.

Una noche, durante el proceso del juicio, yo fui llamado a visitar a un enfermo. Pregunté al mensajero por el nombre del enfermo y él dijo que se llamaba Frances Oregon. Yo le dije que el enfermo era un total extranjero para mí. Cuando me acerqué a la calesa, el mensajero se echó a correr y desapareció. Mirando a las caras de los dos hombres que vinieron por mí en la calesa, me parecía que los dos llevaban máscaras.

—¿Qué significa esto? —dije, —ambos llevan máscaras, ¿Tienen la intención de asesinarme?

—Querido Padre Chíniquy, —contestó uno de ellos en voz baja, temblorosa y en tono de súplica, no teme. Juramos delante de Dios que no le haremos ningún mal. Nosotros tenemos en nuestras manos una mayor parte de los artículos de plata robados durante estos últimos tres años. La policía nos está persiguiendo y estamos en peligro de ser capturados. Por amor de Dios venga con nosotros. Vamos a poner todas esas cosas robadas en sus manos para que usted las entregue a sus dueños. Luego, huiremos del país inmediatamente y llevaremos una vida mejor. Somos Protestantes y la Biblia nos dice que no podemos ser salvos si guardamos en nuestras manos lo que no es nuestro. Usted no nos conoce, pero nosotros le conocemos bien a usted. Usted es el único hombre en Qüebec a quien podemos confiar nuestras vidas y este terrible secreto. Nos hemos puestos estas máscaras para que usted no nos conociera y para que usted no sea transigido si por alguna razón le llamen ante el tribunal de justicia.

Mi primer pensamiento era dejarles y correr a la puerta de la casa parroquial; pero semejante acto de cobardía, después de un momento de reflección, me parecía indigno de un hombre. —Ellos son Protestantes y confían en mí, —pensé, —bien, bien, ellos no lamentarán haber puesto su confianza en un sacerdote Católico. Entonces les respondí: —Lo que me piden es de una naturaleza muy delicada y hasta peligrosa. Antes que lo haga, quiero consultar al que yo considero uno de los hombres más sabios de Qüebec, el Rev. Sr. Demars, el ex-presidente del Seminario de Qüebec. No puedo prometer concederles su petición si él me dice que no vaya.

—Muy bien, —dijeron ambos y en muy corto tiempo yo estaba solo en la habitación del Sr. Demars.

—Señor, —le dije, —yo necesito un consejo sobre un asunto muy extraño. Le expliqué la situación bajo el sello de la confesión para que ninguno de los dos nos quedáramos transigidos.

Antes de contestarme el sacerdote venerable dijo: —Yo soy muy anciano, pero nunca he escuchado nada tan extraño en toda mi vida. ¿No tienes miedo de ir solo con estos dos ladrones?

—No, señor, —respondí, —no veo ninguna razón para temer.

—Bien, bien, —replicó el Sr. Demars, —si no tienes miedo, tu madre te dio un cerebro de diamante y nervios de acero.

—Ahora, mi querido señor, por favor, de la forma más breve dígame su opinión. ¿Me aconseja usted irme con ellos?

El respondió: —Hay tantas consideraciones por hacer que es imposible pesarlas todas. La única cosa que podemos hacer es orar a Dios y a su santa Madre por sabiduría. Vamos a orar.

Después de la oración, el anciano sacerdote dijo con una voz llena de emoción y con lágrimas en sus ojos, —Si no tienes miedo, ¡Sí, ve, ve!

Caí de rodillas y le dije, —Antes de irme, por favor, déme su bendición y ore por mí.

Salí del seminario y me senté a la derecha de uno de mis compañeros desconocidos, mientras el otro estaba en el asiento delantero conduciendo al caballo. Ni una sola palabra se decía por el camino, pero percibí que el extranjero a mi izquierda estaba orando a Dios, aunque con una voz tan baja que entendí solamente estas palabra repetidas dos veces: —Oh Señor, ten misericordia de mí, tan grande pecador.

Estas palabras tocaron mi corazón y trajeron a mi memoria las palabras de mi querido Salvador: “Los publicanos y rameras entrarán al reino de Dios antes que vosotros.” Yo también oré por este pobre pecador arrepentido y por mí mismo, repitiendo el sublime Salmo 51: “Ten misericordia de mí, Oh Señor.”

Duramos media hora en llegar a la casa, donde la calesa fue encerrada. La noche era tan oscura que me era imposible reconocer dónde me encontraba. La única persona que vi dentro de la casa era una mujer alta, cubierta con un largo velo negro, quien parecía ser un hombre disfrazado a causa de su tamaño y fuerzas, porque cargaba dos costales muy pesados como si fueran manojos de paja. Una pequeña vela detrás de una cortina echaba sombras parecidas a fantasmas alrededor de nosotros.

No se decía ninguna palabra, excepto uno de mis compañeros que susurró en una voz muy baja: —Por favor, fíjese en las etiquetas que están en cada bulto. Ellas indicarán su dueño.

Luego que estos bultos fueron colocados en la calesa, salimos de regreso a la casa parroquial, donde llegamos un poco antes del alba. Ni una palabra se intercambió entre nosotros por el camino y mi impresión fue de que mis compañeros arrepentidos unían sus oraciones silenciosas con la mía a los pies de ese Dios misericordioso quien ha dicho a todos los pecadores: “Venid a mí todos los que estáis cargados y cansados y yo os haré descansar.”

Ellos metieron los bultos en mi baúl, el cual cerré cuidadosamente con llave. Cuando terminó todo, les acompañé a la puerta. Luego ambos, asiendo de mis manos, con un movimiento de gratitud y gozo las apretaron a sus labios derramando lágrimas y diciendo en voz baja: —Que Dios le bendiga mil veces por la buena obra que acaba de realizar. Después de Cristo, usted es nuestro salvador.

Mientras estos dos hombres me hablaban, le agradó a Dios enviar a mi alma uno de esos rayos de felicidad que nos da sólo de vez en cuando. Estos dos hombres para mí dejaron de ser ladrones; eran hermanos queridos, amigos preciosos; cosa semejante raramente se ve. Los prejuicios estrechos y vergonzosos de mi religión fueron silenciados ante las oraciones fervientes que oí de sus labios; desaparecieron ante esas lágrimas de arrepentimiento, gratitud y amor que cayeron de sus ojos a mis manos. Yo apreté sus manos en las mías diciéndoles: Les agradezco y les bendigo por escogerme como el confidente de sus desgracias y arrepentimiento. A ustedes les debo tres de las horas más preciosas de mi vida. Adiós, nunca nos volveremos a ver en esta tierra, pero nos veremos en el cielo, adiós.

Era imposible dormir el resto de esa noche memorable. Además, tenía en mi posesión suficientes artículos robados para mandar a cincuenta hombres a la horca. A las diez de la mañana estaba en el taller del Sr. Amiot el ofebre más rico de Qüebec con mi pesado morral lleno de plata fundida. Después de obtener de él la promesa de secreto, se lo entregué, contándole al mismo tiempo su historia. Le pedí que lo pesara, guardara su contenido, y me pagara en efectivo su valor lo cual yo distribuiría según las etiquetas.

El me dijo que había mil dólares de plata fundida los cuales él me dio inmediatamente. Fui directamente a entregar la mitad al Rev. Sr. Cazeault, capellán de la congregación que fue robada y distribuí el restante a los individuos indicados por las etiquetas pegadas a este enorme lingote.

La buena Sra. Montgomery difícilmente creía a sus ojos cuando, después de obtener de ella la promesa de secreto inviolable sobre lo que le iba a mostrar, Le presenté los trastes magníficos de plata, canastas para fruta, cafeteras, azucareras, cremeras y una gran número de cubiertos de plata finísima que habían sido hurtados de su casa en 1835. Le parecía un sueño ver ante sus ojos estas reliquias preciosas de la familia. Luego, ella me contó de la manera más conmovedora cuán terrible momento sufrió cuando los ladrones le agarraron a ella, a una sirvienta y a un joven y los enrollaron en alfombras para sofocar sus gritos.

Esta señora excelente era Protestante y fue la primera vez en mi vida que conocí a un Protestante cuya piedad parecía tan iluminada y sincera. No pude menos que admirarla cuando, después de darme sus sinceras gracias y bendición, me pidió que orara con ella para ayudarla a dar gracias a Dios por el favor que le había mostrado. Le dije que me sentiría feliz unirme con ella en bendecir al Señor por sus misericordias. Luego, me prestó una Biblia hermosamente encuadernada y leímos alternadamente, despacio y de rodillas el Salmo 103: “Bendice, alma mía, a Jehová, etc.”

Al despedirme de ella, me ofreció un monedero que tenía más de cien dólares en oro el cual rehusé, diciéndole que yo preferiría perder mis dos manos que recibir un solo centavo por lo que había hecho.

Ella me dijo: —Usted está rodeado de gente pobre, lléveles esto que ofrezco al Señor como un débil testimonio de mi gratitud, y le aseguro que mientras viva pediré que Dios derrame sobre usted, sus más abundantes favores.

Al salir, no pude ocultar de mí mismo que mi alma había sido embalsamado de un verdadero perfume de piedad que nunca había sentido en mi propia Iglesia.

Antes que terminó el día, yo había devuelto a sus dueños legítimos los efectos cuyo valor superaba más de siete mil dólares y tenía mis recibos en buena forma.

Pensé que era mi deber entregar a mi amigo venerable, el Gran Vicario Demars, una cuenta detallada. El escuchó con profundo interés y no podía detener sus lágrimas cuando le conté la escena conmovedora de la separación de mis dos nuevos amigos esa noche oscura que ha permanecido como una de las más brillantes de mi vida. Cuando mi historia terminó, el dijo: —En verdad soy muy anciano, pero tengo que confesar que nunca he escuchado nada tan extraño ni tan hermoso como esta historia.

Después de los eventos de las previas veinticuatro horas, me hacía mucha falta el descanso, pero era imposible para mí dormir. Por primera vez, confronté cara a cara a ese Protestantismo que mi Iglesia me había enseñado a odiar y a combatir. Pero cuando esa fe fue puesta en la balanza contra mi propia religión, parecía una lingotería de oro en contraste con un montón de harapos podridos. A pesar de mí mismo, escuchaba los clamores de ese ladrón arrepentido: —¡Señor, ten misericordia de mí, un pecador tan grande!

Luego, la piedad sublime de la Sra. Montgomery y las bendiciones que ella pidió que Dios derramase sobre mí, su siervo inútil, parecían como tantas ascuas de fuego echados en mi cabeza por Dios para castigarme por haber difamado a los Protestantes y haber criticado tan frecuentemente su religión.

Una voz secreta surgía dentro de mí: —¿No ves cómo estos Protestantes a quienes deseabas aplastar con tanto desprecio, saben como orar, arrepentirse y enmendar sus faltas mucho más noblemente que los miserables desgraciados a quienes mantienes a tus pies como tantos esclavos por medio del confesionario? ¿Alguna vez ha actuado tan eficazmente en los pecadores la confesión auricular como la Biblia en estos ladrones para cambiar sus corazones? ¡Juzga este día por sus frutos, cuál de las dos religiones es guiado por el espíritu de las tinieblas o por el Espíritu Santo!

No queriendo condenar a mi religión ni permitir que mi corazón fuera atraído por el Protestantismo durante las largas horas de esa noche intranquila, me quedé ansioso, humillado e inquieto.