C A P I T U L O 26

“Fuera de la Iglesia de Roma, no hay salvación” es una de las doctrinas que los sacerdotes tienen que creer y enseñar a la gente. Ese dogma, una vez aceptado, me hizo dedicar todas mis energías a la conversión de Protestantes.Impedir que una de esas preciosas almas inmortales fueran al infierno me parecía más importante y glorioso que conquistar un reino. En vista de mostrarles sus errores, llené mi biblioteca de los mejores libros contraversiales disponibles en Qüebec y estudié las Santas Escrituras con la mayor atención. En el hospital marinero como también con la gente de la ciudad, tuve varias ocasiones de conocer a Protestantes y hablar con ellos. Pero descubrí inmediatamente que con muy pocas excepciones, evitaban hablar conmigo acerca de la religión y esto me afligía. Aprendiendo, un día, que el Rev. Sr. Antonio Parent, superior del Seminario de Qüebec había convertido a cientos de Protestantes durante su largo ministerio, fui a preguntarle si esto fuera verdad. En respuesta, me mostró la lista de sus conversos que eran más de 200 y entre ellos contaban algunas de las más respetadas familias inglesas y escocesas de la ciudad.

Después de repasar esa larga lista de conversos, le dije al Sr. Parent: —Por favor, dígame, ¿Cómo logró persuadir a estos conversos Protestantes a consentir en hablar con usted sobre los errores de su religión. Muchas veces yo he intentado mostrar a los Protestantes que se perderían si no se someten a nuestra santa Iglesia. Pero con pocas excepciones se ríen de mí y lo más cortés posible cambian la conversación a otros temas. ¿No sería usted tan amable de revelarme su secreto para que yo también pueda impedir que se pierdan algunas de esas almas preciosas?

—Tienes razón al pensar que tengo un secreto, —respondió el Sr. Parent, —la mayoría de los Protestantes en Qüebec tienen sirvientas Católico-romanas irlandeses. Estas venían a confesarse conmigo y yo les preguntaba si sus amos o sus amas Protestantes fueran verdaderamente devotos y piadosos o si fueran indiferentes y fríos en cumplir sus deberes religiosos. Luego quería saber si tenían buenas relaciones con sus ministros. Según las respuestas de las muchachas, yo sabía sus hábitos morales y religiosos como si perteneciera a sus familias.

—Así, aprendí que muchos Protestantes no tienen más religión ni fe que nuestros perros. Se despiertan por la mañana y se duermen en la noche sin orar a Dios más que los caballos en sus establos. Muchos de ellos van a la iglesia el domingo más para reírse de sus ministros y criticar sus sermones que para otra cosa. Por medio de las confesiones de estas muchachas honestas aprendí que a muchos Protestantes les gusta las finas ceremonias de nuestra Iglesia y que frecuentemente las favorecían en comparación con las ceremonias frías de ellos. También expresaban sus opiniones con palabras entusiastas acerca de la superioridad de nuestras instituciones educativas y conventos sobre sus propias escuelas preparatorias y colegios. Además, tú sabes que un gran número de los Protestantes más respetuosos y ricos confían sus hijas a nuestras buenas monjas para su educación.

—Tomé notas de todas estas cosas y formé mi plan de batalla. El resultado glorioso está delante de tus ojos. Mi primer paso con los Protestantes quienes yo sabía estar sin ninguna religión o que ya se inclinaban a favor de nosotros era ir con ellos a veces con cinco Libras o hasta con veinticinco Libras y presentarles el dinero como suyo propio.

—Ellos al principio me miraban con asombro y la siguiente conversación ocurría casi invariablemente: —¿Está seguro, señor, que este dinero es mío?

—Sí, señor, —le contestaba, —Estoy seguro que este dinero es suyo.

—Pero, —replicaba, —por favor, dígame, ¿Cómo sabe que me pertenece a mí? Esta es la primera vez que tengo el honor de hablar con usted y no nos conocemos en absoluto.

—Le respondía, —No puedo decirle cómo sé que este dinero es suyo, pero le digo que la persona que lo depositó en mis manos me ha dado su nombre y domicilio tan precisos que no hay posibilidad de ningún error.

—¿Me puede decir el nombre de la persona que puso este dinero en sus manos? —preguntaba el Protestante.

—No, señor, el secreto de la confesión es inviolable, —yo replicaba, —no tenemos ningún ejemplo en que haya sido quebrantado y yo, como todos los sacerdotes de nuestra Iglesia, preferiría morir antes de traicionar la confianza de nuestros penitentes y revelar su confesión. Ni siquiera podemos actuar sobre lo que aprendemos por su confesión, excepto a petición de ellos.

—Entonces esta confesión auricular ha de ser una cosa muy admirable, —añadía el Protestante, —no me daba cuenta de ello hasta hoy.

—Sí, señor, la confesión auricular es la cosa más admirable, —respondía yo, —porque es una institución divina. Pero, con su permiso, señor, mi ministerio me llama a otro lugar. Debo despedirme de usted para ir a donde mi deber me llama.

—Lamento que se va tan pronto, —generalmente contestaba el Protestante, —¿Puede visitarme nuevamente? Por favor, hónreme con otra visita. Me gustaría presentarle a mi esposa. Yo sé que también a ella le daría mucho gusto conocerle.

—Sí, señor, acepto con gratitud su invitación. Me agradaría tener el honor de conocer a la familia de un caballero cuya alabanza está en la boca de todo el mundo y cuya industria y honestidad son un honor a nuestra ciudad. Si está bien con usted, la próxima semana a la misma hora tendré el honor de presentar homenaje y respeto a su señora.

—Al día siguiente todos los periódicos informaron que el Señor Fulano recibió cinco, diez o hasta veinticinco Libras como una restitución a través de la confesión auricular y aun los directores de los periódicos que eran fieles Protestantes no hallaban suficientes palabras elocuentes para elogiarme a mí y a nuestro sacramento de penitencia.

—Tres o cuatro días después, las sirvientas fieles estaban de nuevo en el confesionario rebosantes de gozo diciéndome que sus amos y amas no podían hablar de otra cosa fuera de la amabilidad y honestidad de los sacerdotes de Roma. Los exaltaba mil millas por encima de sus propios ministros. De la boca de estas muchachas piadosas aprendimos invariablemente que elogiaban a la confesión auricular a todos sus amigos y hasta expresaban pesar de que los reformadores hubieran desechado una institución tan útil.

—Ahora, mi querido joven amigo, puedes ver cómo por la bendición de Dios, el pequeño sacrificio de algunas Libras destruyó todos los prejuicios de esos pobres herejes contra la confesión auricular y nuestra santa Iglesia en general. A la hora citada, nunca falté de hacer una visita respetuosa y siempre me recibían como el mesías. El único tema que tocamos, por supuesto, era el gran bien hecho por la confesión auricular. Fácilmente les mostré cómo ella actúa como un freno a todas las malas pasiones del corazón y cómo se adapta admirablemente a las necesidades de los pobres pecadores que encuentran en su confesor un amigo, consejero, guía, padre y un verdadero salvador.

—Muy pocas veces no tuve éxito en traer a esas familias a nuestra santa Iglesia dentro de uno o dos años. Si fracasé en ganar al padre o la madre casi seguramente les persuadí a enviar a sus hijas con nuestras buenas monjas y sus hijos a nuestros colegios donde, tarde o temprano, se convierten en nuestros Católico-romanos más devotos. Ya puedes ver que los pocos dólares que gasté cada año por esa causa santa han sido la mejor inversión que jamás he hecho.

Le di las gracias por esos detalles tan interesantes. —Pero, —le dije, —aunque no puedo menos que admirar su astucia y destreza perfecta, permítame preguntarle, ¿No teme ser culpable cuando les hace creer que el dinero les llegó a través de la confesión auricular?

—No tengo el menor temor de eso, —pronto respondió el sacerdote anciano, —si te fijaste en lo que dije, has de reconocer que no dije directamente que el dinero procedía de la confesión auricular. Si se engañan esos Protestantes, sólo se debe a su propia falta de poner mayor atención en lo que dije. Yo sé que guardé cosas en mi mente que les haría entender el asunto de una manera diferente si se los hubiera dicho. Pero Ligorio y todos los teólogos más aprobados por nuestra santa Iglesia nos dicen que sí se permiten esas reservaciones mentales cuando son para el bien de las almas y la gloria de Dios.

—Sí, —le respondí, —yo sé que esa es la doctrina de Ligorio y que es aprobada por los Papas. Pero debo confesar que esto me parece enteramente opuesto a lo que leemos en el sublime Evangelio. El sencillo y sublime Sí, Sí y No, No de nuestro Salvador me parece en contradicción al arte de engañar, aunque uno no dice absolutas y directas falsedades.

Replicó airadamente el Sr. Parent: —Ahora, mi querido joven amigo, entiendo la verdad de lo que me dijeron hace poco los Rev. Sres. Perras y Bedard. Aunque esos admirables sacerdotes te estiman mucho, ven una nube oscura en tu horizonte. Ellos dicen que pasas demasiado tiempo en la lectura de la Biblia y no lo suficiente en estudiar las doctrinas y santas tradiciones de la Iglesia. También estás demasiado inclinado a interpretar la palabra de Dios según tu propia inteligencia falible en lugar de ir únicamente a la Iglesia para esa interpretación. Esta es la piedra peligrosa contra la cual naufragaron Lutero y Calvino. Acepta mi consejo: no intentas ser más sabio que la Iglesia. Obedece su voz cuando te habla a través de sus santos teólogos. Esto será tu única salvaguardia. El obispo te suspendería inmediatamente si se diera cuenta de tu falta de fe en la Iglesia.

Estas últimas palabras fueron dichos más como sentencia de condenación que otra cosa. Sentí que la única forma de evitar que me denunciara al obispo como hereje y Protestante era pedir una disculpa y retirarme del terreno peligroso en que había entrado. El aceptó mi explicación, pero vi que se arrepintió amargamente de haberme confiado su secreto. Me retiré de su presencia muy humillado por mi falta de prudencia y sabiduría.

Sin embargo, aunque no podía aprobar todos los métodos del Superior de Qüebec, no podía menos que admirar, en ese entonces, los resultados gloriosos de sus esfuerzos en convertir a Protestantes. Hice una resolución de dedicarme más que nunca a mostrarles sus errores y hacerlos buenos Católicos. Durante mis 25 años de sacerdocio persuadí a 93 Protestantes a abandonar la luz del Evangelio y la verdad para seguir las tradiciones ocultas y mentirosas de Roma. No puedo entrar en los detalles de sus conversiones o más bien de sus perversiones. Basta decir que pronto descubrí que mi única oportunidad de proselitizar era entre los Ritualistas (Episcopales y Anglicanos). Vi inmediatamente que Calvino y Knox de verdad habían cavado un abismo infranqueable entre los Presbiterianos, Metodistas, Bautistas y la Iglesia de Roma. Si los Ritualistas permanecen Protestantes y no toman el paso muy corto de regreso a Roma, me asombraría. Algunas personas se sorprenden de que tantos hombres eminentes e instruidos de Gran Bretaña y América abandonan su Protestantismo para someterse a la Iglesia de Roma, pero yo me maravillo de que tan poquitos de ellos no caen en ese abismo de idolatría y necedad cuando pasan toda la vida en el borde mismo de la sima.