C A P I T U L O 25

Cuando por suerte llegué a ser el primer capellán del hospital marinero de Qüebec, estaba seguro que Dios había ordenado esto para mi bien y para su propia gloria y resulta que tenía razón. A principios de noviembre de 1834, el director llamado Sr. Glackmayer vino a decirme que había un extraordinariamente alto número de enfermos dejado por la armada del otoño. Por el peligro de la muerte, me llamaban día y noche. En secreto, me avisó que varios de ellos ya habían muerto de la peor especie de viruela y que muchos también morían de la terrible Cólera Morbo que todavía hacía estragos entre los marineros.

Estas tristes noticias me llegaron como una orden del cielo a acudir al rescate de mis queridos marineros enfermos. El primer hombre que conocí era el Dr. Douglas quien confirmó el número de enfermos y añadió que las enfermedades prevalecientes eran de las más peligrosas.

El Dr. Douglas era uno de los fundadores y directores del hospital como también uno de los cirujanos mejor capacitados de Qüebec. Aunque era un fiel Protestante, me honraba con su confianza y amistad desde el primer día que nos conocimos. Diré que nunca conocí un corazón más noble, una mente más abierta, ni un filántropo más auténtico.

Después de agradecerle la triste pero útil noticia, le pedí al Sr. Glackmayer una copa de brandy, la cual tragué de inmediato.

—¿Qué está haciendo? —preguntó el Dr. Douglas.

—¿No ve, —respondí, —que he tomado una copa de brandy excelente?

—Pero, por favor, dígame, ¿Por qué?

—Porque es un buen preservativo contra el medio ambiente que respiro todo el día, —repliqué, —tengo que oír las confesiones de toda esa gente muriendo de la viruela o de la Cólera Morbo y respirar el aire pútrido alrededor de sus almohadas. ¿No me advierte el sentido común que debo tomar alguna precaución contra el contagio?

—¿Será posible, —respondió, —que un hombre a quien estimo tanto sea tan ignorante de los efectos mortales del alcohol en el cuerpo humano? Lo que usted ha tomado no es más que veneno y lejos de protegerlo contra el peligro, ahora está más expuesto a ello que antes de tomarlo.

—Pobre de ustedes Protestantes, —respondí de broma, —son una banda de fanáticos con sus doctrinas extremosas de abstinencia. Nunca me convertirá usted a su punto de vista sobre ese tema. ¿Será para el uso de los perros que Dios creó al vino y al brandy? ¿No es para el uso de hombres que lo tomen con moderación e inteligencia?

—Mi querido Sr. Chíniquy, usted bromea, pero yo le hablo en serio cuando le digo que se ha envenenado con esa copa de brandy, —dijo el Dr. Douglas.

—Si los buenos vinos y brandy fueran veneno, —respondí, —pronto sería usted el único médico en Qüebec, porque usted es el único del cuerpo médico que conozco que se abstiene. Pues, aunque me agrada mucho su plática, con su permiso voy a visitar a mis queridos marineros enfermos cuyo clamor por ayuda espiritual suena en mis oídos.

—Una palabra más, —dijo el Dr. Douglas, —mañana por la mañana haremos una autopsia de un marinero que acaba de morir repentinamente aquí. ¿Tendrá usted alguna objeción de venir y ver en el cadáver de ese hombre lo que su copa de brandy ha hecho en su propio cuerpo?

—No, señor, no tengo ninguna objeción, —contesté, —desde hace mucho tiempo he tenido la inquietud de hacer un estudio especial de la anatomía. Esta será mi primera lección; no podría tener un mejor maestro.

Me despedí de él y fui con mis pacientes con los cuales pasé lo que restaba del día y la mayor parte de la noche. Cincuenta de ellos querían hacer confesiones generales de todos los pecados de su vida y di los últimos sacramentos a veinticinco que morían de viruela o de Cólera Morbo. A la mañana siguiente a la hora citada, estaba al lado del cadáver del hombre muerto. El Dr. Douglas amablemente me prestó un microscopio potente.

—No tengo la menor duda, —dijo, —que este hombre fue matado instantáneamente por una copa de ron. Ese ron ha causado la rotura de la aorta.

Mientras hablaba así, el cuchillo hacía su obra tan rápido que el espectáculo horrible de la arteria rota estaba delante de nuestros ojos casi al salir las últimas palabras de su boca.

—Fíjese aquí, —dijo el doctor, —por toda la arteria verá usted miles y tal vez millones de puntos rojos que son los muchos hoyos perforados por el alcohol. Igual como los ratones almizcleños del río Mississippi cavan hoyos pequeños en las presas, desatando las aguas y llevando desolación y muerte por todas sus riberas, así el alcohol, cada día, causa la muerte repentina de miles de víctimas, perforando las venas de los pulmones y de todo el cuerpo. Mire a los pulmones y cuente si puede los miles y miles de puntos rojos, oscuros y amarillos y las pequeñas úlceras. Cada uno de ellos es la obra del alcohol causando corrupción y muerte en todos estos órganos maravillosos. El alcohol es uno de los venenos más peligrosos; ha matado a más hombres que todos los demás venenos juntos.

—El alcohol no puede ir a ninguna parte del cuerpo humano sin llevar desorden y muerte con él. Porque no puede de ninguna manera unirse a ninguna parte de nuestro cuerpo. El agua que tomamos y la comida nutritiva que comemos son enviados a los pulmones, el cerebro, los nervios, los músculos y los huesos. Dondequiera que van reciben, por decirlo así, cartas de ciudadanía que los permite quedar ahí en paz y trabajar para el bien público. Pero no es así con el alcohol; al momento mismo que entra al estómago trae desorden, ruina y muerte según la cantidad ingerida.

—Mire aquí con el microscopio y verá que dondequiera que el rey alcohol ha puesto su pie, el cuerpo se ha convertido en un campo de batalla produciendo ruina y muerte. Por la obra tan extraordinaria de la naturaleza o más bien por orden de Dios, cada vena y arteria por el cual el alcohol tiene que pasar, de repente se contrae como para impedir su paso o para ahogar a su enemigo mortal. Cada vena y arteria evidentemente ha escuchado la voz de Dios, diciendo: “¡El vino es escarnecedor, muerde como la serpiente y como el áspid da dolor!” Cada nervio y músculo que toca el alcohol, tiembla y se estremece como en presencia de un enemigo implacable e invencible. Sí, ante la presencia del alcohol cada nervio y músculo pierde su fortaleza, igual que el hombre más valiente que en presencia de un monstruo horrible o demonio, de repente pierde su fuerza natural y se estremece de cabeza a pies.

No puedo repetir todo lo que oí ese día de los labios del Dr. Douglas y lo que vi con mis propios ojos de los horribles efectos del alcohol por cada miembro de ese cadáver; sería demasiado largo. Basta con decir que me horrorizaron mi propia necedad y la necedad de tantas personas que usan bebidas intoxicantes.

Durante los cuatro años que duré como capellán del hospital marinero, más de cien cadáveres fueron abiertos delante de mí. Es mi convicción que la primera cosa que un orador sobre la abstinencia debe hacer es estudiar anatomía; examinar los cadáveres tanto de bebedores templados como de borrachos incurables y estudiar ahí los efectos del alcohol en los varios órganos del cuerpo humano. Esos cadáveres eran libros escritos por la mano de Dios mismo y me hablaron como ningún hombre puede hablar. Pero ahora es el momento para contar cómo Dios me obligó casi a pesar de mí mismo a abandonar para siempre el uso de bebidas intoxicantes.

Entre mis penitentes había una dama joven que pertenecía a una de las familias más respetadas de Qüebec. Tenía una niña de casi un año de edad y por supuesto la joven madre la adoraba. Desgraciadamente esa dama, como ocurre con demasiada frecuencia aun entre las familias más refinadas, había aprendido en la casa de su padre y por el ejemplo de su propia madre a beber vino en la mesa y cuando visitaba a sus amigas. Poco a poco empezó a tomar, cuando se encontraba sola, unas gotas de vino, al principio por consejo de su médico, pero pronto solamente para saciar un apetito descontrolado que crecía más fuerte cada día. Con la excepción de su marido, yo era el único que sabía este hecho. El era un íntimo amigo mío y varias veces con lágrimas escurriendo por sus mejillas me había suplicado en el nombre de Dios que la persuadiera a abstenerse de tomar.

Ese varón vivía muy feliz con su esposa elegante y su niña incomparablemente hermosa. Era rico, tenía una posición elevada en el mundo, amigos sin número y su hogar era un palacio. Cada vez que hablé con esa dama, sea a solas o en presencia de su marido, ella derramaba lágrimas de arrepentimiento, prometía reformarse y tomar únicamente lo poquito que su médico le había recetado. Pero, ¡Ay! esa receta mortal del médico era como aceite derramado sobre ascuas ardientes. Estaba encendiendo un fuego que nadie pudo apagar.

Un día, el cual nunca olvidaré, un mensajero llegó apresuradamente y me dijo: —El Sr. A. quiere que vaya usted a su casa inmediatamente. Una desgracia terrible acaba de suceder. Su hermosa hija acaba de morir. Su esposa está media loca y él teme que se suicide.

Subí de un salto a la calesa elegante jalado por dos caballos finos y en pocos minutos estaba en la presencia del espectáculo más angustioso que jamás había visto. La joven señora, destrozando su vestido, arrancando los cabellos con sus manos y rasguñando su cara con sus uñas, estaba gritando: —¡Ay, por amor de Dios, denme un cuchillo para cortarme la garganta! ¡He matado a mi hija! ¡Mi querida está muerta! ¡Soy la asesina de mi propia querida Lucy! ¡Mis manos están teñidas con su sangre! ¡Déjenme morir con ella!

Yo me quedé horrorizado y al principio permanecí mudo e inerte. El joven esposo junto con otros dos caballeros, el Sr. Blanchet y Pannet, el juez de primera instancia, intentaban detener las manos de su esposa desgraciada. Por fin, la mujer, fijando sus ojos en mí, dijo: —Oh, querido Padre Chíniquy, por amor de Dios déme un cuchillo para que pueda cortarme la garganta. Estando borracha, levanté a mi preciosa hija para besarla. Pero me caí y su cabeza pegó contra la esquina puntiaguda de la estufa. ¡Sus sesos y sangre están esparcidos en el suelo! ¡Mi hija, mi propia hija está muerta! ¡Yo la he matado! ¡Maldito licor, maldito vino! ¡Mi hija está muerta, estoy condenada! ¡Maldita bebida!

Yo no podía hablar, pero sí podía vertir lágrimas y llorar. Lloré y mezclé mis lágrimas con las de aquella madre desgraciada. Luego con una expresión de desesperación, que penetró mi alma como una espada, dijo: —Pase usted a verla.

Entré al cuarto contigua y ahí vi a esa una vez hermosa niña, muerta con su cara cubierta de su sangre y sesos. Había un boquete en la sien derecha. La madre embriagada, cayéndose con su niña en sus brazos, golpeó su cabeza contra la estufa con una fuerza tan terrible que volcó la estufa al suelo.

Los carbones encendidos estaban esparcidos por todos lados y por poco se había encendido la casa. Pero ese golpe y la muerte espantosa de su hija, de repente la volvió en sí y puso fin a su intoxicación. De un vistazo comprendió la totalidad de su desgracia. Su primer pensamiento era correr al aparador, agarrar un agudo cuchillo largo y cortarse la garganta. Providencialmente, su esposo llegó en ese instante. Con gran dificultad y después de una lucha terrible logró quitar el cuchillo de sus manos y lo tiró a la calle por una ventana.

Para entonces eran como las cinco de la tarde. Después de pasar una hora de agonía indescriptible de mente y de corazón, intenté salir para regresar a la casa parroquial. Pero mi joven amigo desgraciado me suplicó en el nombre de Dios que pasara la noche con él. —Usted es el único, —me dijo, —quien nos puede ayudar en esta noche horrible. Mi desgracia es bastante grande sin destruir nuestro buen nombre difundiéndola públicamente. Quiero guardarlo lo más secreto posible. Aparte del médico y el juez de primera instancia, usted es el único hombre sobre la tierra en quien confío para ayudarme. Por favor, quédese con nosotros.

Me quedé, pero en vano intenté calmar a la desgraciada madre. Constantemente quebrantaba nuestros corazones con sus lamentaciones y sus esfuerzos convulsivos de quitarse la vida. Cada minuto gritaba: —¡Mi hija, mi querida Lucy! Justo cuando tus pequeños brazos me acariciaban tan suavemente y tus besos angélicos eran tan dulces a mis labios, te degollé. Cuando me abrazabas a tu corazón amante y me besabas, yo tu madre embriagada te di el golpe mortal... ¡Mis manos están teñidas de tu sangre y mi pecho cubierto de tus sesos! ¡Ay, por amor de Dios, querido esposo, quítame la vida! No puedo consentir en vivir un día más. Querido Padre Chíniquy, déme un cuchillo para poder mezclar mi sangre con la de mi hija. ¡Ojalá me enterrasen en el mismo sepulcro con ella!

En vano intenté hablarle de la misericordia de Dios hacia los pecadores. No escuchaba nada de lo que le decía; estaba absolutamente sorda a mi voz. Como a las diez de la noche, tuvo el ataque más terrible de angustia y desesperación. Aunque éramos cuatro hombres que la cuidábamos, ella era más fuerte que todos nosotros. Tenía la fuerza de un gigante. Ella se zafó de nuestras manos y corrió al cuarto donde la niña muerta yacía en su cuna. Asiendo del cadáver frío con sus manos, rompió las vendas blancas puestos alrededor de la cabeza para cubrir la herida horrible y con gritos de desolación apretó sus labios, mejillas y sus mismos ojos sobre el boquete que rezumaba sesos y sangre, como queriendo sanarlo y hacer volver la vida a la pobrecita.

—Mi querida, mi amada, mi pobre querida Lucy, —gritó, —abre tus ojos y mira nuevamente a tu madre. ¡Dame un beso, abrázame nuevamente a tu pecho! Pero tus ojos están cerradas; tus labios fríos ya no sonríen; estás muerta y yo tu madre te degollé. ¿Puedes perdonarme tu muerte? ¿Puedes pedir a Jesucristo nuestro Salvador que me perdone? ¿Puedes pedir a la bendita Virgen María que ruegue por mí? ¿Nunca volveré a verte? ¡Ay no, estoy perdida, estoy condenada, soy una madre borracha que ha asesinado a su propia querida Lucy! ¡No hay misericordia para una madre borracha, la asesina de su propia hija!

Cuando hablaba así a su hija, a veces se arrodillaba, pero luego corría como huyendo de un fantasma. Pero siempre abrazaba al cadáver inerte a su pecho o convulsivamente pasaba sus labios y mejillas sobre la herida horrible a tal grado que sus labios, toda su cara, su pecho y manos estaban embadurnados de la sangre que fluía de la herida. ¿Diré que todos estábamos “derramando lágrimas y llorando”? Pues la palabras “derramando lágrimas y llorando” no pueden expresar la desolación y horror que sentimos.

Como a las once, cuando ella estaba de rodillas abrazando a la niña muerta, levantó sus ojos hacia mí y dijo: —Querido Padre Chíniquy, ¿Por qué no he seguido su consejo cariñoso cuando más con sus lágrimas que con sus palabras, tantas veces intentó persuadirme a abandonar esos malditos vinos intoxicantes? ¡Cuántas veces me ha dado usted las palabras que vienen del mismo cielo: “El vino es escarnecedor, muerde como serpiente y como áspid da dolor”! ¡Cuántas veces me rogó usted en el nombre de mi querida hija, en el nombre de mi querido esposo y en el nombre de Dios, abandonar el uso de esas malditas bebidas! Pero ahora, escucha mi petición. Vaya usted por todo Canadá; mande a todos los padres que nunca pongan ninguna bebida intoxicante ante los ojos de sus hijos. Fue en la mesa de mi padre donde primero aprendí a tomar ese vino que maldeciré por toda la eternidad. Mande a las madres a nunca probar esas bebidas abominables. Fue mi madre quien primero me enseñó a beber ese vino que maldeciré mientras Dios exista.

—Lleva la sangre de mi hija y tiñe el dintel de las puertas de cada casa en Canadá y anuncie a todos sus habitantes que esa sangre fue derramada por la mano de una madre homicida cuando estaba borracha. Con esa sangre escriba en los muros de cada casa de Canadá que el vino es escarnecedor y diga a los canadienses franceses cómo sobre el cadáver de mi hija he maldecido a ese vino que me ha hecho despreciable, miserable y culpable.
Se detuvo un momento para respirar un poco; luego añadió: —Dígame en el nombre de Dios, ¿Puede mi hija perdonarme su muerte? ¿Puede ella pedir a Dios que me mire con misericordia? ¿Podrá ella hacer que la bendita Virgen María ruegue por mí y obtenga mi perdón?

Pero antes que pude contestar, ella nos horrorizó con sus gritos desesperados: —¡Estoy perdida! ¡Borracha, maté a mi hija! ¡Maldito vino!— Luego cayó un cadáver en el suelo. Torrentes de sangre fluían de su boca sobre su hija muerta que abrazaba en su pecho aún después de su muerte.
Ese drama terrible nunca fue revelado a la gente de Qüebec. El veredicto del juez de primera instancia fue que la muerte de la niña era accidental y que la madre angustiada murió de un corazón quebrantada seis horas después. Dos días después, la madre desgraciada fue enterrada con el cadáver de su hija agarrado en sus brazos.

Después de una tempestad tan terrible, yo necesitaba soledad y descanso, pero sobre todo, necesitaba oración. Me encerré en mi pequeño cuarto durante dos días y ahí a solas en la presencia de Dios meditaba en la terrible justicia y retribución de las cuales él me hizo testigo. Esa mujer desgraciada había sido mi penitente; ella y su esposo contaban entre mis más queridos y devotos amigos. Solamente en días recientes se había esclavizado a la borrachera. Antes de eso su piedad y sentido de honor eran de la clase más exaltada que se conoce en la Iglesia de Roma.

Sus últimas palabras no eran expresiones comunes proferidas por pecadores ordinarios al confrontarse con la muerte; para mí, esas palabras tenían una solemnidad que casi transformaron a ella en el oráculo de Dios a mi mente.

Esa noche memorable, en medio de la profunda oscuridad y temible quietud, si estaba despierto o dormido no lo sé, pero vi la calmada forma hermosa de mi querida madre, de pie a mi lado, tomada de la mano de la difunta asesina todavía cubierta de la sangre de su hija. Sí, mi amada madre estaba delante de mí y me dijo con tal poder y autoridad que cada una de sus palabras quedaron grabados en mi alma como si fueran escritas con letras de lágrimas, sangre y fuego: —Ve por toda Canadá, manda a cada padre de familia a nunca poner ninguna bebida intoxicante delante de sus hijos. Manda a las madres a nunca probar ni una gota de esas bebidas malditas. Manda a todo el pueblo de Canadá a nunca tocar ni mirar a la copa envenenada y tú, mi amado hijo, abandona para siempre el uso de esas bebidas detestables que son malditas en el infierno, en el cielo y en la tierra y muerden como serpiente y dan dolor como el áspid.

Cuando cesó el sonido de esa voz tan dulce y poderosa y mi alma dejó de ver esa extraña visión, me quedé muy agitado e inquieto. Dije a mí mismo: —¡Tal vez las cosas terribles que he visto y oído en estos días pasados destruirán a mi mente y me mandarán al manicomio! Me caí de rodillas a llorar y orar. Esto me hizo bien y pronto me sentí más fuerte y calmado.

Elevando nuevamente mi mente a Dios, dije: —Oh Dios mío, hazme saber tu santa voluntad y concédeme la gracia para hacerla. ¿Provienen de ti las voces que acabo de escuchar o son nada más los sueños vanos de mi mente afligida? ¿Será tu voluntad, oh Dios mío, que yo vaya a decir a mi país lo que tan providencialmente me has revelado de los horribles daños insospechados que causan el vino y bebidas alcohólicas tanto al cuerpo como al alma del hombre o será tu voluntad ocultar de los ojos del mundo las cosas maravillosas que tu me has revelado y que las entierre yo conmigo en el sepulcro?

Rápido como un relámpago me vino la respuesta: —¡Lo que te he enseñado en secreto, predícalo desde las azoteas!

Rebosando de una emoción indecible y mi corazón lleno de un poder que no era mío, levanté mis manos hacia el cielo y dije a mi Dios: —¡Por amor a mi querido Salvador Jesús, y por el bien de mi país, oh Dios mío, te prometo que nunca volveré a usar bebidas intoxicantes; además haré todo lo que haya en mi poder para persuadir a otros sacerdotes y a toda la gente a hacer el mismo sacrificio!

Cincuenta años han pasado desde que hice esa promesa y gracias a Dios, la he guardado.

Durante los próximos dos años, yo era el único sacerdote en Canadá quien se abstuvo del uso del vino y de otras bebidas alcohólicas; y sólo Dios sabe cuántos desprecios, reprensiones e insultos de toda clase tuve que soportar. Cuántas veces los apodos de fanático, hipócrita, reformador, y medio hereje fueron susurrados en mis oídos no sólo por los sacerdotes, sino también por los obispos.

Pero yo estaba seguro que mi Dios conocía los motivos de mis acciones y por su gracia permanecí calmado y paciente. En su infinita misericordia, él se fijó en su siervo inútil y escogió el día en que mis humillaciones se convirtieran en gran gozo. Llegó el día en que vi a esos sacerdotes y obispos a la cabeza de sus congregaciones recibiendo la promesa y la bendición de abstinencia de mis manos. Los mismos obispos que al principio me condenaron, pronto invitaron a los ciudadanos principales de sus ciudades a presentarme una medalla de oro como muestra de su aprecio, después de darme oficialmente el título de “Apóstol de Abstinencia de Canadá.”

Por la voluntad de Dios vi con mis propios ojos a mi querido Canadá hacer promesas de abstinencia y abandonar el uso de bebidas intoxicantes. Cuántas lágrimas se secaron en esos días. Miles y miles de corazones fueron consolados y colmados de gozo. Felicidad y abundancia reinaron en muchos hogares anteriormente desolados y el nombre de nuestro Dios misericordioso fue bendecido dondequiera en mi amado país.

¡Esto, ciertamente, no fue obra del pobre Chíniquy! Fue la obra del Señor, porque el Señor, quien es maravilloso en todos sus hechos, escogió nuevamente el instrumento más débil para mostrar su misericordia a los hijos de los hombres. ¡El llamó al más inútil de sus siervos para hacer la mayor obra de reforma que jamás se ha visto en Canadá, para que la alabanza y la gloria sean atribuidos a él y solamente a él!