C A P I T U L O 23

La hora de mi ausencia había sido una de ansiedad para el cura y los vicarios. Pero mi pronto regreso les llenó de gozo.

—¿Qué noticias hay? —exclamaron todos.

—Buenas noticias, —respondí, —la batalla ha sido feroz, pero corta. Hemos ganado el día y si nos movemos rápidamente otra gran victoria nos espera. El obispo está tan seguro de que nadie nos seguirá que no moverá un solo dedo para detenerlos. Esto nos asegurará nuestro éxito. Pero no debemos perder un solo momento, vamos a mandar nuestra circular a todos los sacerdotes de Canadá.

Dentro de veinticuatro horas, más de trescientas cartas fueron llevados a todos los sacerdotes explicándoles las razones por las cuales debemos intentar, por todos los medios justos, poner fin al vergonzoso comercio simoniaco de misas traficando entre Canadá y Francia.

La semana apenas había terminado cuando llegaron cartas al obispo de todos los curas y vicarios, pidiéndole respetuosamente que les retirara de la Sociedad de Tres Misas. Solamente cincuenta rehusaron acceder a nuestra petición.

Nuestra victoria era más completa de lo que esperábamos. Pero el Obispo de Qüebec esperando recuperar su terreno perdido escribió inmediatamente al Obispo de Montreal, mi Sr. Telemesse para acudir a socorrerle y mostrarnos la monstruosidad del crimen de revelarnos contra la voluntad de nuestros superiores eclesiásticos.

Algunos días después, para mi consternación recibí una nota corta y fría del secretario, diciéndome que los obispos de Montreal y Qüebec querían verme en el palacio sin dilación. Nunca había visto al Obispo de Montreal y esperaba ver a un hombre de proporciones gigantescas. Me sorprendió ver que era muy pequeño. Sus ojos eran penetrantes como los de un águila, pero cuando se fijó en mí, vi en ellos las marcas de un noble corazón honesto.

Los movimientos de su cabeza eran rápidos y sus frases cortas; parecía conocer una sola línea, la recta, al tratar cualquier tema o relación humana. Tenía la reputación merecida de ser uno de los hombres más instruidos y elocuentes de Canadá. El Obispo de Qüebec se quedó en su sofá dejando al Obispo de Montreal recibirme. Me postré a sus pies para pedir su bendición, la cual me dio de la manera más cordial. Luego, poniendo su mano sobre mi hombro, me dijo en el estilo cuaquer: —¿Será posible que tú eres Chíniquy, ese sacerdote que hace tanto ruido? ¿Cómo puede un hombre tan pequeño hacer tanto ruido?

Puesto que había una sonrisa en su rostro al decir estas palabras, vi inmediatamente que no había enojo ni malos sentimientos en su corazón. Repliqué: —Mi señor, ¿No sabe usted que las perlas y los perfumes más preciosos se ponen en los frascos más pequeños?

El obispo vio que esto era el complemento de su alocución y sonriendo, respondió: —Bien, bien, si tú eres un sacerdote ruidoso, no eres un tonto. Pero díme, ¿Por qué quieres destruir nuestra Sociedad de Tres Misas y establecer esa nueva sobre sus ruinas a pesar de tus superiores?

—Mi señor, mi respuesta será la más respetuosa, corta y clara posible. He salido de la Sociedad de Tres Misas porque era mi derecho hacerlo sin permiso de nadie. Espero que nuestros venerables obispos de Canadá no desean ser servidos por esclavos.

—Yo no digo, —respondió el obispo, —que tú estás obligado a quedarte, pero ¿Puedo saber por qué has dejado una asociación tan respetable encabezada por tus obispos y los sacerdotes más venerables de Canadá?

—Otra vez, mi señor, seré claro en mi respuesta: Si Su Señoría desea ir al infierno con sus sacerdotes venerables por hacer desaparecer 20 centavos de cada uno de nuestros penitentes honestos y piadosos por misas que mandan decir por cinco centavos por los sacerdotes malos de París, no les seguiré. Por otra parte, si Su Señoría desea ser echado al río por la gente furiosa cuando sepan cuanto tiempo y cuan sutilmente les hemos estafado con nuestro comercio simoniaco, yo no quiero seguirle a esa corriente fría.

—Bien, Bien, —respondió el obispo, —olvidemos ese asunto para siempre.

El dijo esta corta oración con tanta sinceridad y honestidad que vi que estaba hablando en serio. De un vistazo, reconoció que su terreno era insostenible. Sentí verdadero gozo ante una victoria tan pronta y completa. Me postré nuevamente a los pies del obispo y pedí su bendición antes de despedirme de él para ir y decir a los curas y vicarios las alegres noticias.

Desde ese tiempo hasta ahora, al morir algún sacerdote, la prensa del clero no falta en mencionar si el sacerdote difunto pertenecía a la Sociedad de “Tres” o de “Una” misa.

Hasta cierto punto habíamos disminuido el comercio simoniaco e infame de las misas, pero desgraciadamente no lo destruimos y yo sé que hoy ha resucitado. Después que dejé la Iglesia de Roma, los obispos resucitaron la Sociedad de Tres Misas de su sepulcro. Es un hecho público que el comercio de misas con Francia todavía se conduce en gran escala. En París y otras ciudades de ese país, hay agencias públicas para llevar a cabo ese tráfico vergonzoso.

En 1874, la Casa de Mesme conducía un negocio inmenso con su reserva de misas. Al sospecharlo el gobierno, hizo una revisión de su contabilidad y se descubrió que un número increíble de misas nunca llegaron a su destino, sino solamente llenaron la bolsa del mercader de misas Pariciano. Así, el desdichado Mesme fue enviado a la penitenciaría para meditar en los méritos infinitos del sacrificio de la misa. Pero estos hechos se desconocen entre los pobres Católico-romanos que son desplumados más y más por sus sacerdotes bajo el pretexto de salvar las almas del purgatorio.