C A P I T U L O 22

A principios de septiembre de 1834, el Obispo Synaie me designó el puesto envidiable de uno de los vicarios de St. Roch, Qüebec, donde el Rev. Sr. Tetu había sido cura aproximadamente un año. El era uno de los diecisiete hijos del Sr. Francisco Tetu, uno de los granjeros más respetados y ricos de St. Thomas. Tan amable era mi nuevo cura que nunca lo vi de mal humor ni una sola vez durante los cuatro años que estuve con él. Aunque a veces, sin querer, puse a prueba su paciencia, nunca oí una sola palabra desagradable salir de sus labios.

Durante una de las horas agradables que pasamos después de la comida, uno de sus vicarios, el Sr. Louis Parent, dijo al Rev. Sr. Tetu: —He entregado esta mañana más de cien dólares al obispo como el precio de las misas que mis penitentes piadosos me han pedido que celebrara, la mayor parte de ellas por las almas en el purgatorio. Cada semana tengo que hacer lo mismo igual que usted y cada uno de los cientos de sacerdotes de Canadá tienen que hacer. Ahora quiero saber cómo los obispos pueden disponer de todas esas misas y qué hacen con las grandes sumas de dinero que reciben de todas partes del país.

El buen cura contestó, bromeando como siempre: —Si se celebran todas, el purgatorio debería vaciarse dos veces al día, porque yo he calculado que las sumas dadas por esas misas en Canadá no pueden ser menos de cuatro mil dólares cada día. Hay tres veces más Católicos en los Estados Unidos que aquí, así que, no es una exageración decir que diariamente en estos dos países se dan por lo menos $16,000 dólares para echar agua fría a las llamas ardientes de esa prisión de fuego. Ahora, multiplicando por trescientos sesenta y cinco días del año, llega a la suma generosa de $5,840,000 dólares cada año. Pero como todos sabemos que se paga dos veces más por las misas mayores que por las menores, es evidente que más de diez millones de dólares se gastan para ayudar a las almas del purgatorio a terminar sus torturas cada doce meses en Norteamérica solamente.

—No hay suficientes sacerdotes en el mundo para decir todas las misas pagadas por la gente. Yo no sé más que ustedes en cuanto a lo que los obispos hacen con esos millones de dólares. Pero si quieres saber mi opinión sobre ese tema delicado, te diré que entre menos pensamos y hablamos de ello, mejor para nosotros. Yo rechazo esos pensamientos lo más posible y te aconsejo que hagas lo mismo.

Los otros vicarios parecían inclinados con el Sr. Parent a aceptar esa conclusión, pero como yo no había dicho una sola palabra, me pidieron mi opinión y se la di: —Hay muchas cosas en nuestra santa Iglesia que se ven como manchas negras, pero espero que sea debido a nuestra ignorancia. Entre tanto que no sabemos qué hacen los obispos con esas misas innumerables pagados en su mano, yo prefiero creer que actúan como hombres honestos.— Apenas dije esas cuantas palabras cuando me mandaron llamar a visitar a un feligrés enfermo y se terminó la conversación.

Ocho días después, yo estaba a solas en mi cuarto leyendo el “L’Ami de la Religion et du Roi” un periódico que recibí de París editado por Picot. Mi curiosidad fue excitada por el título de la cabecera de la página en letras grandes: “Piedad Admirable de la Gente Canadiense Francés” La lectura de esa hoja me hizo llorar lágrimas de vergüenza y sacudió mi fe hasta el fundamento.

Corrí al cura y los vicarios y les dije: —Hace pocos días, intentamos en vano descubrir qué sucedía con las grandes sumas de dinero pagadas por nuestra gente a los obispos para decir las misas. Aquí está la respuesta.

Entonces leímos juntos el artículo que decía en substancia: ¡Que los venerables obispos de Qüebec habían enviado no menos de cien mil francos en diferentes ocasiones a los sacerdotes de París para que ellos dijeran 400,000 misas al costo de cinco centavos cada uno! ¡Aquí tenemos la triste evidencia que los obispos habían tomado para sí mismos 400,000 francos de nuestra pobre gente, bajo el pretexto de salvar las almas del purgatorio! Ese artículo nos cayó como una bomba. Nuestras lenguas se paralizaban de vergüenza.

Por fin, Baillargeon, dirigiéndose al cura dijo —¿Será posible que nuestros obispos sean estafadores y nosotros los instrumentos para defraudar a nuestra gente? ¿Qué diría la gente si supiera que no solamente no decimos las misas por las cuales ella constantemente llena nuestros manos con su dinero difícilmente ganado, sino que mandamos decir esas misas en París por cinco centavos? ¿Qué pensará de nosotros nuestra buena gente cuando sepa que nuestros obispos se embolsan 20 centavos de cada misa que nos pide celebrar?

El cura respondió, —Es afortunado que la gente no sabe, porque seguramente nos echarían a todos en el río. Vamos a guardar ese comercio vergonzoso lo más secreto posible. Pues, ¿Qué es el crimen de simonía, si esto no es una instancia?

Yo repliqué: —¿Cómo pueden esperar guardar secreto ese tráfico del cuerpo y sangre de Jesucristo, cuando no menos de 40,000 copias del periódico se circulan en Francia y más de 100 vienen a Canadá y los Estados Unidos. El problema es mayor de lo que sospechan. ¿No fue a causa de tales crímenes públicos e innegables y los trucos viles del clero de Francia, que el pueblo francés en general, hace medio siglo, condenaron a muerte a todos los obispos y sacerdotes de Francia?

—Pero esa operación astuta de nuestros obispos toma un color todavía más oscuro, porque esas “misas de cinco centavos” que dicen en París no valen un solo centavo. ¿Quién entre nosotros ignora el hecho de que la mayoría de los sacerdotes de París son ateos y muchos de ellos viven públicamente con concubinas? ¿Pondría su dinero en nuestras manos la gente, si fuéramos lo suficiente honestos para decirles que sus misas serían dichas por cinco centavos en París por tales sacerdotes? ¿No les engañamos cuando aceptamos su dinero bajo la condición bien entendida que ofreceríamos el santo sacrificio según sus deseos? Pero si me permiten hablar un poco más, tengo otro hecho extraño que considerar con ustedes.

—Sí, habla, habla, —contestaron los cuatro sacerdotes.

Luego continué: —¿Recuerdan como fueron seducidos a entrar a la “Sociedad de Tres Misas”? ¿Quién entre nosotros tenía la idea que la mayor parte del año se pasaría diciendo misas por los sacerdotes y así ser imposible satisfacer las demandas piadosas de la gente que nos apoya? Ya pertenecíamos a las sociedades de la Bendita Virgen María y de San Miguel que levantaron a cinco el número de misas que teníamos que celebrar por los sacerdotes difuntos. Deslumbrados por la idea de que tendríamos 2,000 misas dichas por nosotros en nuestra muerte, mordimos la carnada que nos presentó el obispo. Tuvimos que decir 165 misas por los 33 sacerdotes que murieron el año pasado lo cual significa que cada uno de nosotros tuvo que pagar 41 dólares al obispo por las misas que él mandó decir en París por ocho dólares. Siendo obligados, la mayor parte del año, a celebrar el santo sacrificio en beneficio de los sacerdotes difuntos, no podemos celebrar las misas que la gente nos paga diariamente y por tanto, somos forzados a transferirlas al obispo quien las manda a París después de hacer desaparecer 20 centavos de cada una. Luego entre más sacerdotes se inscriben en su sociedad de “Tres Misas”, más los 20 centavos puede embolsar de nosotros y de nuestra gente piadosa. Eso explica su celo admirable por inscribir a cada uno de nosotros. No es tan importante el valor del de dinero, pero me siento desolado al ver que nos volvemos los cómplices de su comercio simoniaco. Sin embargo, ¿Por qué lamentar el pasado? Ya no hay remedio. Aprendamos del pasado a ser sabios en el futuro.

El Sr. Tetu respondió: —Nos has mostrado nuestro error, ahora, puedes indicarnos algún remedio?

—El remedio sería abolir la sociedad de “Tres Misas” y establecer otra de “Una Misa” la cual se celebrará en la muerte de cada sacerdote. Es cierto que en lugar de 2,000 misas, tendremos solamente 1,200 en nuestra muerte. Pero si 1,200 misas no nos abren las puertas del cielo, es porque estaremos en el infierno. De esta manera podemos decir más misas a petición de nuestra gente y se disminuirá el número de misas de cinco centavos dichas por sacerdotes en París a petición de nuestro obispo. Si siguen mi consejo, nombraremos inmediatamente al Rev. Sr. Tetu presidente de la nueva sociedad, el Sr. Parent será el tesorero y yo consiento en ser el secretario. Una vez organizada nuestra sociedad, presentaremos nuestra renuncia al presidente de la otra sociedad. Enviaremos inmediatamente una circular a todos los sacerdotes dándoles la razón del cambio y pidiéndoles respetuosamente que se unan con nosotros en esta sociedad para disminuir el número de misas de cinco centavos celebrados por los sacerdotes de París.

Dentro de dos horas la nueva sociedad fue plenamente organizada. Las razones para su formación fueron escritas en un libro y enviamos una carta respetuosa al obispo renunciando nuestra membresía en la sociedad de “Tres Misas”. Esa carta fue firmada: C. Chíniquy, secretario. Tres horas más tarde recibí la siguiente nota del palacio del obispo:

  Mi Señor Obispo de Qüebec quiere verte inmediatamente sobre un asunto importante. No faltes en venir sin dilación, sinceramente,
CHARLES P. CAZEAULT, Secretario

Enseñé la misiva al cura y los vicarios y les dije: —Una tempestad está estallando en la montaña. Esto es el primer trueno y el ambiente se ve oscuro y pesado. Oren por mí para que hable y actúe como un sacerdote honesto y valiente.

En la antesala del obispo, hallé a mi amigo personal Cazeault. El me dijo: Mi querido Chíniquy, estás navegando en un mar agitado, serás un dichoso marinero si escapas del naufragio. El obispo está muy enojado contigo, pero no te desanimes, el derecho está a tu favor.

Entonces amablemente me abrió la puerta de la sala del obispo y dijo: —Mi señor, el Sr. Chíniquy está aquí esperando sus órdenes.

—Pásalo, —respondió el obispo.

Entré y me arrodillé a sus pies, pero dando un paso hacia atrás me dijo de la manera más irritada: —No tengo bendición para ti hasta que me des una explicación satisfactoria de tu conducta extraña.

Me levanté y dije: —Mi señor, ¿Qué desea usted de mí?

—Quiero que me expliques el significado de esta carta firmada por ti como secretario de una sociedad recién nacida llamada “Sociedad de Una Misa”.

Le respondí: —Mi señor, la carta está escrita en buen francés. Su Señoría debería de haberlo entendido bien. No sé como una explicación mía podrá hacerla más clara.

—Quiero saber tu motivo por salir de la antigua y respetable “Sociedad de Tres Misas”. ¿No se compone de tus obispos y de todos los sacerdotes de Canadá? ¿No te hallaste entre suficiente buena compañía? ¿Te opones a las oraciones rezadas por las almas del purgatorio?

Le repliqué: —Mi señor, responderé trayendo un hecho a la atención de Su Señoría. El gran número de misas que decimos por las almas de los sacerdotes difuntos hace imposible el decir misas por la gente que nos paga. Somos forzados a transferir este dinero a sus manos y luego en lugar de que sean ofrecidos estos santos sacrificios por los buenos sacerdotes de Canadá, Su Señoría recurre a los sacerdotes de París donde las consigue a cinco centavos. Vemos dos grandes males aquí: primero, sacerdotes en los cuales no tenemos ni la menor confianza dicen nuestras misas; porque entre usted y yo, las misas dichas por los sacerdotes de Francia y particularmente los de París, no valen ni un centavo. El segundo mal es todavía peor, uno de los crímenes más grandes que nuestra santa Iglesia siempre ha condenado es el crimen de simonía.

—¿Quieres decir, —replicó indignado el obispo, —que yo soy culpable del crimen de simonía?

—Si, mi señor, es exactamente lo que quiero decir. No veo como Su Señoría no comprende que el comercio de misas por el cual usted gana 400,000 francos de una mercancía espiritual que usted consigue por 100,000, no sea simonía.

—¡Tú me insultas! ¡Tú eres el hombre más impudente que jamás he visto! ¡Si no retractas lo que has dicho, te suspenderé y te excomulgaré!

—Mi suspensión y excomulgación no mejorará la posición de Su Señoría. Porque la gente sabrá que usted me ha excomulgado, porque protesté contra su comercio de misas. Ellos sabrán que usted embolsó 20 centavos de cada misa y que las mandó decir por cinco centavos en París por sacerdotes, la mayoría de los cuales viven con concubinas. Y usted verá que unánimes me bendecirán por mi protesta y a usted le condenarán por su comercio simoniaco, —dije estas palabras con una calma tan perfecta que el obispo vio que yo no tenía el menor temor de sus amenazas.

—Me es evidente, —dijo, —que tu objetivo es ser un reformador, un Lutero en Canadá. ¡Pero nunca lograrás ser más que un chango!

Vi que el obispo estaba fuera de sí y que mi calma perfecta añadió a su irritación. Le respondí: —Si Lutero no hubiera hecho algo peor de lo que yo hago hoy, debería ser bendito por Dios y los hombres. Pido respetuosamente a Su Señoría que se calme. El tema de que estoy hablándole es más serio de lo que usted piensa. Está usted cavando debajo de sus propios pies y los pies de sus sacerdotes el mismo abismo en el cual la Iglesia de Francia casi pereció hace menos de medio siglo. Yo soy su mejor amigo cuando sin temor le digo esta verdad antes que sea demasiado tarde. Dios sabe que es porque le amo y le respeto como a mi propio padre que deploro profundamente las consecuencias terribles que seguirían. ¡Ay de Su Señoría! ¡Ay de mí! ¡Ay de nuestra santa Iglesia el día que nuestra gente sepa que en nuestra santa religión, el cuerpo y sangre de Cristo se conviertan en mercancías para llenar el tesoro de los obispos y los Papas!

Era evidente que estas últimas palabras, dichas con el más perfecto dominio propio, no se perdían del todo. El obispo se calmó y me respondió: —Yo podría castigarte por esta libertad con que te has atrevido a hablar a tu obispo, pero prefiero advertirte a ser más respetuoso y obediente en el futuro. Me has pedido quitar tu nombre de la “Sociedad de Tres Misas”; tú y los cuatro simplones que han cometido el mismo acto de necedad son los únicos perdedores en el asunto. En lugar de 2,000 misas dichas por la liberación de sus almas de las llamas del purgatorio, tendrán solamente 1,200. Pero estoy seguro que hay demasiada sabiduría y verdadera piedad en mi clero como para seguir tu ejemplo. Serás dejado solo y cubierto de ridículo, porque ellos te llamarán “el pequeño reformador”.

Respondí al obispo: —Es verdad que soy joven, pero las verdades que he dicho a Su Señoría son tan antiguas como el Evangelio. Tengo tanta confianza en los méritos infinitos del santo sacrificio de la misa que creo sinceramente que 1,200 misas dichas por sacerdotes buenos son suficientes para limpiar mi alma y extinguir las llamas del purgatorio. Pero además, prefiero 1,200 misas dichas por cien sacerdotes canadienses sinceros que un millón, dichas por los sacerdotes de cinco centavos de París.

Estas últimas palabras dichas medio en serio y medio de broma trajo un cambio a la cara de mi obispo. Pensé que era un buen momento para conseguir su bendición y despedirme de él. Tomé mi sombrero, me arrodillé a sus pies, obtuve su bendición y me salí.