C A P I T U L O 21

Charlesborough, 25 de mayo de 1814

REV. SR. C. CHINIQUY,

Mi querido señor:

Mi Sr. Panet me ha escogido nuevamente este año para acompañarlo en su visita episcopal. Yo he consentido con la condición de que usted tomara mi lugar a la cabeza de mi querida parroquia durante mi ausencia. Porque no tendré ninguna ansiedad al saber que mi gente está en manos de un sacerdote que aunque tan joven, se ha elevado muy alto en la estimación de todos que le conocen. Por favor, venga a verme lo más pronto posible para decirle muchas cosas que harán más fácil y bendecido su ministerio aquí en Charlesborough. Su Señoría me ha prometido que cuando usted pase por Qüebec, él le dará todos los poderes que desea para administrar mi parroquia durante mi ausencia como si usted fuera su cura.
Su devoto hermano sacerdote y amigo en el amor y corazón de Jesús y María,

ANTONIO BEDARD

Me sentí absolutamente confundido por esta carta, me parecía evidente que mis amigos y mis superiores habían exagerado extrañamente mi débil capacidad. En mi contestación protesté respetuosamente contra semejante decisión, pero una carta enviada por el obispo mismo me ordenó ir sin demora a Charlesborough.

El Rev. Sr. Bedard me recibió con palabras tan amables que se dirritió mi corazón. El tenía como 65 años de edad, era chaparro, con hombros grandes y energía indomitable y ojos radiantes con una expresión de bondad insuperable.

El era uno de los pocos sacerdotes en quien he hallado una verdadera fe honesta en la Iglesia de Roma. El creía con la fe de un niño todas las cosas absurdas que la Iglesia de Roma enseña y vivió conforme a su fe honesta y sincera.

En la religión del Sr. Perras había verdadera calma y serenidad, mientras la religión del Sr. Bedard tenía más relámpago y trueno. ¿Quién podría oír uno de sus sermones sin sentir conmovido su corazón y su alma lleno de terror. Nunca oí nada tan emocionante como sus palabras cuando predicaba sobre los juicios de Dios y el castigo de los malos. El Sr. Perras nunca ayunó excepto los días fijados por la Iglesia; el Sr. Bedard, por otra parte, se condenó a ayunar dos veces por semana.

El Sr. Perras dormía toda la noche como un niño inocente; el Sr. Bedard, en cambio, casi cada noche que pasé con él se levantaba y se azotaba de la manera más despiadada con tiras de cuero que tenían trozos de plomo en la punta. Mientras se imponía esos terribles castigos, recitaba de memoria el Salmo 51 en latín: “Ten misericordia de mi, oh Dios, conforme a tus piedades”. Aunque parecía estar inconsciente de ello, rezaba con una voz tan fuerte que yo oía cada palabra que decía. También golpeaba su carne con tanta violencia que yo podía contar todos los golpes.

Un día, protesté respetuosamente contra semejante auto-imposición tan cruel como dañosa para su salud y que estaba quebrantando su constitución. —”Cher petit frere” (Querido hermanito), —contestó, —nuestra salud y constitución no pueden ser perjudicados por tales penitencias, pero fácil y frecuentemente se arruinan por nuestros pecados. Aunque me he impuesto estos castigos saludables y bien merecidos durante muchos años, yo soy uno de los hombres más saludables de mi parroquia. Y aunque estoy anciano, sigo siendo un gran pecador. Tengo un enemigo implacable e indomitable en mi corazón que no se puede sojuzgar, excepto por castigar a mi carne. Si no hago estas penitencias por mis transgresiones innumerables, ¿Quién hará penitencias por mí? Si no pago las deudas que debo a la justicia de Dios, ¿Quién las pagará por mí?

—Pero, —le respondí —¿No pagó nuestro Salvador Jesucristo nuestras deudas en el Calvario? ¿No nos salvó y nos redimió a todos por su muerte en la cruz? ¿Por qué usted y yo hemos de pagar nuevamente la justicia de Dios que fue pagado tan perfecta y absolutamente por nuestro Salvador?

—¡Ay! mi querido joven amigo, —pronto replicó el Sr. Bedard, —esa doctrina que tienes es Protestante y ha sido condenado por el santo concilio de Trento. Cristo ciertamente ha pagado nuestras deudas, pero no de una manera tan absoluta que no haya más para ser pagado por nosotros. San Pablo dice en su epístola a los Colosenses: “Cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia.” Aunque Cristo pudiera haber pagado entera y absolutamente nuestras deudas si hubiera sido su voluntad, es evidente que tal cosa no fue su voluntad. Dejó atrás algo que Pablo, tú, yo y cada discípulo debemos tomar y sufrir en nuestra carne por su Iglesia. Por la misericordia de Dios, las penitencias que me impongo y los dolores que sufro por estas flagelaciones, purifican mi alma culpable y levantándome de este mundo contaminante, me acercan más y más a mi Dios cada día. Entre más hacemos penitencia e infligimos dolores a nuestros cuerpos por ayunos y flagelaciones, más nos alegramos en la seguridad de así levantarnos mucho más arriba del polvo de este mundo pecaminoso y nos acercamos más y más a ese estado de santidad del cual habló nuestro Salvador cuando dijo: “Sed santos como yo soy santo.”

Cuando el Sr. Bedard alimentaba mi alma de estas hojarascas, me hablaba con gran animación y sinceridad. Igual que yo, estaba muy lejos de la casa del Buen Padre. Nunca había probado el pan de los hijos. Ninguno de nosotros conocíamos la dulzura de ese pan. Teníamos que aceptar esas hojarascas como nuestro único alimento, aunque no nos quitaba el hambre.

Le respondí: —Lo que usted me dice aquí es lo que encuentro en todos nuestros libros ascéticos y tratados teológicos y en las vidas de todos nuestros santos. Pero esta mañana leí en el segundo capítulo de Efesios: “Pero Dios que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo, ... Porque por gracia sois salvos por medio de la fe y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras para que nadie se gloríe.” (Ef. 2: 5-8)

—Ahora, mi querido y venerable Sr. Bedard, permítame preguntarle respetuosamente, ¿Cómo es posible que su salvación sea sólo por gracia si usted tiene que pagarla cada día rompiendo su carne y azotando su cuerpo de una manera tan temible? ¿No es una forma muy extraña de gracia la que enrojece su piel con su sangre y malluga su carne cada noche?

—Querido hermanito, —respondió el Sr. Bedard, —Cuando el Sr. Perras me habló de tu piedad, no me ocultó que tienes un defecto muy peligroso, que es el de pasar demasiado tiempo en la lectura de la Biblia en preferencia a cualquier otro de nuestros libros santos. Me dijo que tienes la tendencia fatal de interpretar las Escrituras demasiado conforme a tu propia mente y de una manera que es más Protestante que Católica. Lamento ver que el cura de St. Charles tenía demasiada razón. Pero, él añadió que aunque tu lectura excesiva de las Santas Escrituras traía algunas nubes a tu mente, al final siempre cedías al sentido dado por nuestra santa Iglesia. Esto no me impidió el deseo de tenerte en mi lugar durante mi ausencia y espero que no tendré que lamentarlo, porque estamos seguros de que nuestro querido joven Chíniquy nunca será un traidor a nuestra santa Iglesia.

Estas palabras, dichas con gran solemnidad mezcladas con la bondad más sincera, atravesaron mi alma como una espada de dos filos. Sentí confusión y pesar inexpresables y mordiéndome el labio, dije: —He jurado a nunca interpretar las Santas Escrituras, excepto conforme al consenso unánime de los Santos Padres y con la ayuda de Dios cumpliré mi promesa. Lamento en gran manera no estar de acuerdo con usted por un momento. Usted es mi superior en edad, en conocimiento y en piedad. Por favor, perdóneme esta desviación momentánea de mi deber y pida por mí que yo sea como usted: Un soldado fiel y valiente de nuestra santa Iglesia hasta el fin.

En ese momento entró la sobrina del cura para informarnos que la comida estaba lista. Pasamos a una mesa modesta, pero bien surtida. Sin embargo, lo que más gusto me dio, fue que se terminó esa conversación penosa. Apenas teníamos cinco minutos sentados a la mesa cuando un hombre pobre llamó a la puerta y pidió un trozo de pan por amor de Jesús y de María. El Sr. Bedard se levantó de la mesa, se acercó al pobre extranjero y le dijo: —Pase, mi amigo, siéntese entre mí y nuestro Padrecito Chíniquy. Nuestro Salvador era el amigo de los pobres; él era el padre de la viuda y del huérfano y nosotros sus sacerdotes tenemos que seguirle. No se preocupe, siéntase como en su casa. Aunque yo soy el cura de Charlesborough, soy su hermano. Puede ser que en el cielo usted se siente en un trono más alto que el mío si usted ama a nuestro Salvador Jesucristo y a su santa Madre María más que yo.

Con estas palabras pusieron las mejores cosas de la mesa en el plato del pobre extranjero, quien al principio vaciló, pero terminó por devorar las viandas excelentes.

Después de esto no necesito decir que el Sr. Bedard era caritativo con los pobres; siempre los trataba como sus mejores amigos. Así también era mi cura anterior de St. Charles y aunque su caridad no era tan demostrativa y fraternal como la del Sr. Bedard, nunca vi a ningún pobre salir de la casa parroquial de St. Charles cuyo pecho no se llenaba de gratitud y gozo.

El Sr. Bedard era exactamente como el Sr. Perras en que se confesaba una y a menudo dos veces por semana y prefiriendo no fallar en ese acto humillante, ambos, al estar ausente su confesor normal y muy en contra de mis propios sentimientos, varias veces se arrodillaron humildemente a mis pies juveniles a confesarse.

Estos dos hombres notables tenían la misma opinión acerca de la inmoralidad y la falta de religión de la mayoría de los sacerdotes. Ambos me contaron cosas de la vida secreta del clero que nadie creería si lo publicara. Ambos admitieron repetidamente que la confesión auricular era la fuente diaria de perversiones indecibles entre los confesores y sus penitentes tanto femeninas como masculinos, pero ninguno de los dos tenía suficiente luz para deducir de esos hechos que la confesión auricular fuera una institución diabólica. Ambos sinceramente creyeron como yo, en ese entonces, que la institución era buena, necesaria y divina y que resultó ser una fuente de perdición a tantos sacerdotes solamente a causa de su falta de fe y piedad y principalmente por su negligencia en rezar a la Virgen María.

Ellos no me dieron esos detalles con un espíritu de crítica contra nuestros hermanos débiles. Su intención era advertirme contra los peligros que eran tan fuertes para mí como para otros. Ambos invariablemente terminaban esas confidencias invitándome a rezar más y más constantemente a la Madre de Dios, la bendita Virgen María; a vigilarme y a evitar estar a solas con una penitente femenina. Me aconsejaron también a tratar mi propio cuerpo como mi peor enemigo, reduciéndolo a sujeción a la ley y crucificándolo día y noche.

Las revelaciones que recibí de estos dignos sacerdotes en ninguna manera conmovieron a mi fe en la Iglesia. Ella se volvió más querida para mí como una madre recibe más afecto y devoción de un hijo obediente mientras más se aumentan sus pruebas y aflicciones. Me parecía, después de este conocimiento, que era mi deber mostrar más que nunca mi respeto, amor y devoción sin reserva a mi santa y querida madre, la Iglesia de Roma fuera de la cual (creía yo sinceramente en ese entonces) no había salvación.

Aunque estos dos sacerdotes profesaron tener el más profundo amor y respeto por las Santas Escrituras, dedicaron muy poco tiempo a su estudio. Ambos, varias veces me reprendieron por pasar muchas horas en su lectura atenta y repetidamente me advirtieron contra el hábito de apelar constantemente a ellas contra ciertas prácticas y enseñanzas de nuestros teólogos. Como buenos sacerdotes Católico-romanos, no tenían el derecho de ir directamente a las Santas Escrituras para saber que “¡Así dice el Señor!” ¡Las tradiciones de la Iglesia eran su fuente de ciencia y luz! Me asombraba la facilidad con que enterraban bajo las nubes oscuras de su tradición a los textos más claros de las Santas Escrituras que yo citaba en defensa de mi posición en nuestras conversaciones y debates.

Ambos, con igual celo y desgraciadamente con demasiado éxito, me persuadieron que era correcto para la Iglesia mandarme a jurar que nunca interpretaría las Santas Escrituras, excepto según el consenso unánime de los Santos Padres. Pero cuando yo les mostraba que los Santos Padres nunca habían estado unánimes en nada, excepto para no estar de acuerdo el uno con el otro en casi cualquier tema que trataban y cuando demostré, por nuestros historiadores eclesiásticos, que algunos Santos Padres tenían opiniones muy diferentes que las de nosotros sobre muchos temas, nunca contestaron mi pregunta excepto para silenciarme con el texto: “Si no oyere a la Iglesia, tenle por gentil y publicano” y me daban largos sermones sobre el peligro del orgullo y auto-confianza.

Ambos me enseñaron que el inferior tiene que obedecer ciegamente a su superior, así como el bastón a la mano que lo detiene, asegurándome al mismo tiempo que el inferior no era responsable por los errores que cometiera al obedecer a su superior legítimo.

El Sr. Perras y el Sr. Bedard tenían un gran amor por su Salvador Jesús, pero el Jesucristo que ellos amaron, respetaron y adoraron no era el Cristo del Evangelio, sino el Cristo de la Iglesia de Roma. Ellos tenían un gran temor como un gran amor por su Dios que profesaban crear cada mañana por el acto de consagración. También creían y predicaban que la idolatría era uno de los crímenes mas grandes que el hombre podía cometer, sin embargo, ellos mismos, cada mañana adoraban a un ídolo de su propia creación. Eran obligados por su Iglesia a renovar la terrible iniquidad de Aarón con esta única diferencia que mientras Aarón hizo sus dioses de oro fundido, ellos hacían el suyo de harina entre dos planchas calientes y bien pulidas o en la forma de un hombre crucificado.

Cuando Aarón habló al pueblo de su becerro de oro, dijo: “Estos son tus dioses, oh Israel, que te sacaron de la tierra de Egipto.” Igualmente el Sr. Bedard y el Sr. Perras, exhibiendo la oblea a la gente engañada, decían: “¡Ecce agnus Dei qui tollit peccata mundi!” (“¡He aquí, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!”)

Estos dos sacerdotes sinceros, ponían toda su confianza en las reliquias y escapularios. Oí a ambos decir que ningún accidente fatal podría suceder al que llevaba un escapulario en su pecho y que ninguna muerte repentina podría venir al que fielmente guardaba esos ecapularios benditos en su persona. Sin embargo, ambos de repente murieron las muertes más tristes. El Sr. Bedard cayó muerto, el 19 de mayo de 1837, en un gran banquete dado por sus amigos. Estaba en el acto de tragar una copa de esa bebida de la cual dice Dios: “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente, mas al fin como serpiente morderá y como áspid dará dolor.” El Sr. Perras, tristemente, se volvió loco y murió de un ataque de delirio, el 29 de julio de 1847.