C A P I T U L O 20

Generalmente, los sacerdotes vivían en unidad cordial y fraternal y solían, cada uno por turno, dar un gran banquete cada jueves. Varios días antes se hacían preparativos para colectar todo lo que podía agradar al gusto de los invitados. Se compraban los mejores vinos, se buscaban los pavos, pollos, corderos o lechones más gordos. Se hacían en casa o se traían de la ciudad los pasteles más deliciosos a toda costa y se pedían los postres y frutas más raros y costosos.

Había una extraña competencia entre aquellos curas para ver quien superaba al otro. Se empleaban varias ayudantes extras, unos días antes, para ayudar a las sirvientas ordinarias en preparar el “GRAN BANQUETE”.

El segundo jueves de mayo de 1834, le tocó al Sr. Perras. A las doce del día, éramos quince sacerdotes alrededor de la mesa.

Aquí, reconoceré los hábitos perfectos de moral y sobriedad del Sr. Perras. El, sí tomaba su copita social de vino, pero nunca le vi tomar más de dos copas en una misma comida. Quisiera poder decir lo mismo de todos los que estaban en su mesa ese día.

Nunca he visto, ni antes ni después, una mesa cubierta con tantas viandas apetitosas y exquisitas. El buen cura había superado a sí mismo. Una de las características más notables de estos banquetes era la ligereza y la falta absoluta de seriedad y gravedad. ¡Ni una sola palabra dicha en mi presencia ahí, indicaría que estos hombres tuvieran otro interés en el mundo aparte de comer, beber, contar y oír cuentos, reírse y llevar una vida alegre!

Al principio me agradó todo lo que oí, vi y gusté. Me reí de buena gana con los demás invitados de sus historias picantes de sus bellas penitentes o de las caricaturas chistosas que pintaban los unos de los otros; sin embargo, en ratos me sentí inquieto y molesto. Una y otra vez las lecciones de la vida sacerdotal recibidas de los labios de mi querido y venerable Sr. Leprohon llamaban fuertemente a la puerta de mi conciencia. Algunas palabras de las Santas Escrituras también hacían un ruido extraño en mi alma y mi propio sentido común me decía que esto no era la manera de vivir que Cristo enseñó a sus discípulos.

Hice un gran esfuerzo para sofocar esas voces molestas. A veces tuve éxito y me volvía alegre, pero un momento después fui agobiado nuevamente por ellas y sentí escalofríos como si hubiera percibido en las paredes del salón festivo el dedo de mi Dios airado escribiendo: “MENE MENE TEKEL UPHARSIN”. Entonces, toda mi alegría desapareció y a pesar de todos mis esfuerzos de parecer feliz, el Rev. Sr. Paquette, cura de St. Gervais, lo observó en mi rostro. Ese sacerdote era probablemente el que más disfrutaba de toda esa fiesta. Bajo el manto nevado de 65 años había guardado el afecto y jovialidad de la juventud. Era amado por todos y particularmente por los sacerdotes jóvenes quienes eran los objetos de su constante atención. Siempre había sido sumamente bondadoso conmigo y me atrevo a decir que mis horas más agradables eran las que pasé en su casa parroquial.

Mirándome en el preciso momento en que todo mi intelecto estaba bajo la nube más oscura, me dijo: —Mi querido Padrecito Chíniquy, ¿Estás cayendo en las manos de la melancolía mientras todos estamos tan felices? ¡Estabas alegre hace media hora! ¿Estás enfermo? ¡Te ves tan serio y ansioso como Jonás en el vientre de la ballena! ¿Te han dejado algunas de tus bellas penitentes para ir a confesarse con otro?

Ante estas preguntas chistosas, el comedor se conmovió de risa convulsiva. Yo quería haber participado, pero no había remedio. Un momento antes, vi que se sonrojaron las sirvientas. Se escandalizaron por unas palabras indecentes proferidas por un sacerdote joven acerca de una de sus penitentes, palabras que seguramente nunca hubiera dicho si no hubiera ingerido demasiado vino. Le respondí: —Estoy muy agradecido por su bondadoso interés y me siento muy honrado de estar aquí en medio de ustedes. Pero así como al día más claro no le faltan nubes, así es con nosotros a veces. Soy joven e inexperto y no he aprendido ver algunas cosas correctamente todavía. Cuando tenga más años espero ser más sabio y no ponerme en ridículo como hago hoy.

—¡Tah, tah, tah! —dijo el anciano Sr. Paquette, —ésta no es la hora de nubes oscuras y melancolía. Alégrate como conviene tu edad. Habrá suficientes horas durante el resto de tu vida para la tristeza y los pensamientos sobrios.— Y apelando a todos, preguntó: —¿No es cierto caballeros?

—¡Si, sí! —respondieron unánimes todos los invitados.

—Ahora, —dijo el sacerdote anciano, —tú oíste el veredicto del jurado. Está a favor mío y en contra tuya. Díme la causa de tu tristeza y me comprometo a consolarte y hacerte feliz como estabas al comienzo del banquete.

—Yo preferiría que ustedes siguieran disfrutando de esta hora agradable sin fijarse en mí, —respondí, —por favor, discúlpenme si no les molesto con las causas de mi necedad personal.

—Bien, bien, —dijo el Sr. Paquette, —ya lo veo. La causa de tu problema es que todavía no hemos brindado una sola copa de jerez. Llena tu copa de este vino y seguramente ahogarás a la melancolía que veo al fondo.

—Con gusto, —dije, —me siento honrado al brindar con usted.— Y eché algunas gotas de vino a mi copa.

—¡Ay, ay! ¿Veo lo que estás haciendo? ¡Sólo unas gotas en tu copa! Eso ni mojaría la pata hendida de la melancolía que te atormenta. Se requiere una copa llena y rebosando para ahogarla y acabar con ella. Llena tu copa de este vino precioso, el mejor que jamás he probado.

—Pero no puedo tomar más que estas gotitas.

—¿Por qué no? —replicó.

—Porque ocho días antes de su muerte me escribió mi madre pidiéndome prometerla que nunca tomaría más que dos copas de vino en la misma comida. ¡Le hice esa promesa en mi contestación y el mismo día que recibió mi promesa, partió de este mundo para transmitirla escrita en su corazón al cielo a los pies de su Dios!

—Guarda esa promesa sagrada, —respondió el cura anciano, —pero díme, ¿Por qué estás tan triste cuando nosotros estamos tan alegres?

—¡Sí, sí! —dijeron todos los sacerdotes, —tú sabes que simpatizamos contigo, por favor, dínos la causa de esta tristeza.

Entonces contesté: —Sería mejor para mí, guardar mi propio secreto que yo sé que me pondrá en ridículo aquí, pero como ustedes están unánimes en su petición, se los diré: Ustedes bien saben que he sido impedido hasta ahora asistir a algunos de sus gran banquetes. Dos veces tuve que ir a Qüebec, a veces he estado enfermo, varias veces fui llamado para visitar a una persona moribunda y otras veces, por el clima, los caminos eran intransitables. Este, entonces, es el primer gran banquete al cual tengo el honor de asistir con todos ustedes.

—Pero antes de proseguir, debo decirles que durante los ocho meses en que he tenido el privilegio de sentarme a la mesa del Rev. Sr. Perras, nunca he visto en esta casa parroquial cosas semejantes a los que acaban de suceder. Sobriedad, moderación y verdadera templanza evangélica en bebida y comida han sido la regla invariable. Nunca se ha dicho ninguna palabra que haría sonrojar a las sirvientas ni a los ángeles de Dios. ¡Quiera Dios que no estuviera aquí hoy! porque francamente estoy escandalizado por la mesa epicuriana delante de nosotros y el número increíble de botellas de los vinos más caros vaciados en esta comida.

—Sin embargo, espero que esté equivocado en mi evaluación de lo que he visto y oído. Soy el más joven de todos ustedes. No me corresponde enseñar a ustedes, sino es mi deber aprender de ustedes.

—¡Ay, ay! Mi querido Chíniquy, —respondió el cura anciano, —has agarrado al bastón por la punta equivocada. ¿No somos todos hijos de Dios?

—Sí, señor, —respondí, —somos hijos de Dios.

—Ahora, ¿No da un padre amoroso lo que él considere la mejor parte de sus bienes a sus amados hijos?

—Sí, señor, —repliqué.

—¿No se agrada ese padre amoroso cuando ve a sus amados hijos comer y beber las cosas buenas que les ha preparado?

—Sí, señor, —fue mi respuesta.

—Entonces, —respondió el sacerdote lógico, —entre más nosotros los amados hijos de Dios comamos estas viandas exquisitas y bebamos estos vinos deliciosos que nuestro Padre Celestial pone en nuestras manos, más se agrada de nosotros. Entre más nosotros, los más amados de Dios, nos alegramos y nos gozamos, más él mismo se agrada y se regocija en su reino celestial. Pues, si Dios, nuestro Padre, se agrada tanto de nosotros, ¿Por qué tú estás tan triste?

Esta obra maestra de argumentación fue recibido por todos (excepto el Sr. Perras) con aplausos de aprobación y gritos de “¡Bravo, bravo!”

Yo era demasiado cobarde para decir lo que sentía. Intenté ocultar mi tristeza creciente con sonrisas forzadas en mis labios. Para entonces, era la una y cuarto p.m. A las dos, todo el grupo fue a la iglesia donde, después de adorar a su dios oblea por quince minutos, cayeron de rodillas a los pies los unos de los otros a confesar sus pecados y conseguir perdón por la absolución de sus confesores.

Para las tres p.m. todos se habían ido y me quedé solo con mi venerable cura anciano Perras. Después de algunos minutos de silencio, le dije: —Mi querido Sr. Perras, no tengo palabras para expresar mi pesar por lo que dije en su mesa. Le pido perdón por cada palabra de esa desgraciada conversación a la cual fui arrastrado a pesar de mí mismo. Cuando pedí al Sr. Paquette que me dijera en qué me había equivocado, no tenía la menor idea que oiríamos a uno de los veteranos en el sacerdocio asociar el nombre de Dios con impiedades tan deplorables.

El Sr. Perras me respondió, —Lejos de desagradarme lo que oí de ti en esta comida, te diré que has ganado más de mi estimación por ello. Yo mismo me avergüenzo de estos banquetes. Nosotros los sacerdotes somos víctimas igual como el resto del mundo de modas, vanidades, orgullo y lascivia de aquel mundo contra el cual somos enviados a predicar. Los gastos que hacemos en estos banquetes ciertamente son un crimen frente a la miseria de la gente que nos rodea. Este será el último banquete que daré con tanta extravagancia tonta. Las palabras valientes que dijiste me han hecho bien. Les harán bien a ellos también; no estaban tan intoxicados para no recordar lo que has dicho.

Luego apretando mi mano en la suya me dijo: —Te doy gracias, mi buen Padrecito Chíniquy, por el corto pero excelente sermón. No será perdido. Me sacaste las lágrimas cuando nos mostraste a tu madre piadosa yendo a los pies de Dios en el cielo, con tu promesa sagrada escrita en su corazón ¡Oh, has de haber tenido una buena madre! Yo la conocí cuando ella era muy joven. En ese entonces, ya era una señorita conocida por su sabiduría y la dignidad de sus modales.

Entonces me dejó solo en la sala y salió a visitar a un enfermo en una de las casa vecinas. Al encontrarme solo, caí de rodillas para orar y llorar. Mi alma se llenó de emociones inexpresables que no pude contener. Lloré por mis propios pecados, porque no me hallé en mejor condición que los demás, aunque no había comido ni bebido en exceso como varios de ellos. Lloré por mis amigos que había visto tan débiles; después de todo, eran mis amigos. Yo les amé y sabía que ellos me amaban. Lloré por mi Iglesia servida por pobres sacerdotes tan pecadores. ¡Si! Lloré ahí de rodillas hasta quedarme satisfecho y me hizo bien. Pero mi Dios tenía guardada otra prueba para su pobre siervo infiel.

Después de mi oración, no había estado ni diez minutos en mi estudio cuando oí gritos extraños y un ruido como de un homicidio en acción. Evidentemente forzando una puerta en el piso superior, alguien bajaba por las escaleras. Los gritos de “¡Homicidio, homicidio!” llegaron a mis oídos. “¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿Dónde está el Sr. Perras?” llenaron el aire.

Corrí rápidamente a la sala para ver qué ocurría. ¡Ahí me encontré cara a cara con una mujer totalmente desnuda con su largo cabello ondeando por sus hombros, su cara tan pálida como la muerte y sus ojos clavados en sus cuencos! Extendió sus manos hacia mí con un chillido horrible y antes que pudiera moverme un solo paso, agarró mis dos brazos con las manos. Mis huesos crujían por su apretón y sus uñas rompían mi piel. Intenté escapar, pero era imposible. Pedí auxilio, pero el espectro viviente gritó todavía más fuerte: —No tienes nada que temer, cállate, soy enviada por el Dios Todopoderoso y la bendita Virgen María para darte un mensaje. Los sacerdotes que he conocido, sin excepción, son una banda de víboras; destruyen a sus penitentes femeninas a través de la confesión auricular. ¡Ellos me han destruido y mataron a mi niña! ¡No sigas su ejemplo!

Luego empezó a cantar con una voz hermosa una melodía conmovedora, un cierto poema que ella había compuesto el cual conseguí después secretamente de una de sus sirvientas, la traducción del cual es la siguiente:

“¡Los sacerdotes de Satanás han contaminado mi corazón!

¡Han condenado mi alma! ¡Han asesinado a mi niña!

¡Ay, mi niña, querida niña! Desde tu sitio en el cielo,

¿Ves las lágrimas de tu madre culpable?

¿Nunca me consolará tu rostro sonriente?”

Mientras cantaba estas palabras, lágrimas grandes corrían por sus pálidas mejillas y su triste voz pudiera derretir un corazón de piedra. ¡Fui petrificado en la presencia de ese fantasma viviente! No me atreví a tocarla de manera alguna con mis manos. Me sentí horrorizado y paralizado mirando ese espectro pálido, cadavérico y desnudo. Cuando la pobre sirvienta intentó en vano arrastrarla para quitarla de mí, le asustó con el grito: —¡Si me tocas, te estrangularé en un instante!

—¿Dónde está el señor Perras? ¿Dónde está la señorita Perras? ¿Dónde están las demás sirvientas? —grité a la sirvienta que estaba temblando y fuera de sí.

—La señorita Perras fue corriendo a la iglesia por el cura, —respondió, —y no sé adonde fue la otra muchacha.

En ese instante, entró el Sr. Perras. Corrió de prisa hacia su hermana y dijo: —¿No te da vergüenza presentarte desnuda ante semejante caballero? —y con sus brazos fuertes intentó forzarla a soltarme.

Volteando su cara hacia él y con ojos de una tigre grito: —¡Miserable hermano! ¿Qué has hecho con mi niña? ¡Veo su sangre en tus manos!

Mientras luchaba con su hermano, hice un gran esfuerzo repentino de escapar de su apretón y esta vez tuve éxito; pero viendo que quería echarse encima de mí nuevamente, salté por una ventana abierta. Rápido como un rayo, ella se zafó de las manos de su hermano y también saltó por la ventana persiguiéndome. De pronto, me caí de cabeza con mis pies enredados en mi larga y negra sotana sacerdotal.

Providencialmente, dos hombres fuertes atraídos por mis gritos acudieron para rescatarme. A ella la envolvieron en una cobija y la llevaron a su aposento donde quedó encerrada con seguro, bajo la vigilancia de dos sirvientas fuertes.

La historia de esa mujer es verdaderamente triste. Viviendo en la casa de su hermano sacerdote, cuando era joven y muy hermosa, le sedujo su padre confesor y llegó a ser madre de una niña a la cual amó con corazón de una verdadera madre. Ella estaba determinada a quedarse con ella y criarla.

Pero esto no correspondía a las opiniones del cura. Una noche mientras dormía la madre, le quitaron la niña. El despertar de esa mujer era terrible. Cuando comprendió que nunca volvería a ver a su hija, llenó la casa parroquial con sus gritos y lamentaciones. Al principio, rehusó comer para que muriera, pero pronto se volvió maniática.

El Sr. Perras, demasiado apegado a su hermana para mandarla a un manicomio, resolvió cuidarla en su propia casa parroquial que era muy grande. Una habitación en su piso superior fue arreglada de tal forma que sus gritos no se oyeran y donde tendría todas las comodidades posibles en sus tristes circunstancias. Dos sirvientas fueron contratadas para cuidarla. Todo esto fue tan bien planeado que yo tenía ocho meses viviendo en esa casa parroquial sin siquiera sospechar que hubiera un ser tan desgraciado bajo el mismo techo.

Parece que ocasionalmente, durante muchos días, su mente estaba perfectamente lúcida. Luego pasaba su tiempo orando y cantando el poema que ella misma compuso y que cantó cuando me tenía agarrado. En sus mejores momentos, había abrigado un odio invencible contra los sacerdotes que había conocido. Oyendo a sus sirvientas hablar de mí frecuentemente, varias veces expresó el deseo de verme, el cual, por supuesto, le negaron. Antes de haber forzado la puerta, escapando de las manos de su guardia, había pasado varios días diciendo que había recibido de Dios un mensaje para mí que me entregaría aunque tuviera que pasar por encima de los cadáveres de todos en la casa.

¡Qué víctima tan desgraciada de la confesión auricular! ¿Cuántos más cantarían las palabras tristes de su canto:

“¡Los sacerdotes de Satanás han contaminado mi corazón!

¡Han condenado mi alma! ¡Han asesinado a mi niña!”?