C A P I T U L O 19

El 24 de septiembre de 1833, el Rev. Sr. Casault, secretario del Obispo de Qüebec, me presentó las cartas oficiales donde me nombraron el vicario del Rev. Sr. Perras, el arcipreste y cura de St. Charles. Pronto me encaminé con corazón alegre para tomar el cargo asignado a mí por mi superior.

La parroquia de St. Charles está hermosamente situada como a veinte millas al suroeste de Qüebec en las riberas de un río. Las granjas grandes y graneros pulcramente blanqueados con cal eran símbolos de paz y consolación.

Muchas veces yo había oído que el Rev. Sr. Perras era uno de los sacerdotes más instruidos, piadosos y venerables de Canadá. Cuando llegué, él había salido a visitar a un enfermo, pero su hermana me recibió con todos los signos de cortesía. A pesar de la carga de sus 55 años, ella había preservado toda la frescura y amabilidad de la juventud.

Después de algunas palabras de bienvenida, me mostró mi estudio y recámara. Los dos cuartos eran la perfección de orden y comodidad. Cerré las puertas y caí de rodillas para dar gracias a Dios y a la Bendita Virgen por haberme dado semejante hogar. Diez minutos más tarde, regresé a la sala grande donde hallé a la Srta. Perras esperando para ofrecerme una copa de vino. Luego me dijo cuánto se alegraron ella y su hermano cuando supieron que yo iba a venir a vivir con ellos. Ella había conocido a mi madre antes de casarse y me contó cómo había pasado días felices con ella.

Ella no pudo haberme hablado de un tema más interesante que mi madre. Aunque había muerto hacía varios años, ella nunca dejó de estar presente en mi mente y cercana y querida a mi corazón.

Al rato, llegó el cura y me levanté para saludarlo, pero es imposible expresar adecuadamente lo que sentí en ese momento. Para entonces, el Rev. Sr. Perras tenía como 65 años de edad. Era un hombre alto y casi un gigante. Ningún rey jamás tuvo un porte de mayor dignidad. Sus hermosos ojos azules eran la encarnación de bondad. Había en su rostro una expresión de paz, calma, piedad y bondad que conquistó completamente mi corazón y respeto. Cuando, con una sonrisa en sus labios, extendió sus manos hacia mí, caí de rodillas y dije: —Señor Perras, Dios me envía a usted para que usted sea mi primer maestro y padre. Usted guiará mis primeros pasos inexpertos en el santo ministerio. Bendígame y ruegue que yo sea un buen sacerdote igual que usted mismo.

Esa acción mía, impremeditada y sincera, conmovió tanto al buen sacerdote anciano que apenas podía hablar. Inclinándose hacia mí, me levantó y me abrazó. Con una voz temblando de emoción dijo: —Que Dios te bendiga mi querido señor y él también sea bendito por haberte escogido para ayudarme a sobrellevar la carga del ministerio en mi vejez.

Después de una media hora de la conversación más interesante, me mostró su biblioteca que era muy grande y compuesta de los mejores libros que a un sacerdote de Roma le es permitido leer. Muy amablemente la puso a mi disposición.

Durante los ocho meses en que era mi privilegio permanecer con el venerable Sr. Perras, la conversación era sumamente interesante. Nunca oí de él ninguna plática frívola ni odiosa como se acostumbra haber entre los sacerdotes. Era bien versado en la literatura, filosofía, historia y teología de Roma. Había conocido personalmente a casi todos los obispos y sacerdotes de los últimos cincuenta años y su memoria estaba bien almacenado de anécdotas y hechos concerniente al clero casi desde los días de la conquista de Canadá.

Un par de meses antes de mi llegada a St. Charles, el vicario que me precedió, llamado Lajus, se fugó públicamente con una de sus penitentes hermosas. Después de tres meses de escándalo público, ella, arrepentida, volvió a sus padres que estaban destrozados de corazón. Casi al mismo tiempo, un cura vecino en el cual yo tenía mucha confianza, también se comprometió con una de sus bellas feligresas de una manera vergonzosa aunque menos publicada. Estos dos escándalos me angustiaban en extremo y por casi una semana me sentí tan inundado de vergüenza que tenía pavor de mostrar mi cara en público y casi me arrepentí de haber llegado a ser sacerdote. Mis noches eran desveladas; apenas podía comer. Mis pláticas con el Sr. Perras perdían su encanto.

—¿Estás enfermo mi joven amigo? —me preguntó un día.

—No señor, no estoy enfermo, —contesté, —pero sí estoy triste.

El replicó: —¿Puedo saber la causa de tu tristeza? Solías estar alegre y feliz desde que llegaste. Por favor, dime, ¿Qué te pasa? Yo soy un hombre anciano y conozco muchos remedios tanto para el alma como para el cuerpo.

—Los dos últimos escándalos terribles de los sacerdotes, —le respondí, —son la causa de mi tristeza. Las noticias han caído sobre mí como una bomba. Aunque había oído algo de esa naturaleza cuando era un sencillo eclesiástico en el colegio, la debilidad humana de tantos sacerdotes es verdaderamente angustiosa. ¿Cómo puede uno esperar estar firme sobre sus pies cuando ve a semejantes hombres tan fuertes caer a su lado? ¿Qué será de nuestra santa Iglesia en Canadá y en todo el mundo si sus sacerdotes más devotos son tan débiles y tienen tan poquito auto-respeto y tan poquito temor de Dios?

—Mi querido joven amigo, —respondió el Sr. Perras, —nuestra santa Iglesia es infalible. Las puertas del infierno no pueden prevalecer contra ella. Pero la seguridad de su perpetuidad e infalibilidad no depende de ningún fundamento humano; No depende de la santidad personal de sus sacerdotes. La prueba más clara de que nuestra santa Iglesia tiene promesa de perpetuidad e infalibilidad, se saca de los mismos pecados y escándalos de sus sacerdotes. Porque esos pecados y escándalos la hubieran destruido desde hace mucho tiempo si Cristo no estuviera en medio de ella para salvarla y sostenerla.

—Así como el arca de Noé fue salvada milagrosamente por la mano poderosa de Dios cuando de otra manera las aguas del diluvio la hubieran naufragado, también nuestra santa Iglesia se evita perecer en las inundaciones de iniquidad por las cuales demasiados sacerdotes han inundado al mundo. Por tanto, en medio de todos estos escándalos, mantén firmes e inconmovibles tu fe y confianza en nuestra santa Iglesia y tu respeto por ella, así como el soldado valiente hace un esfuerzo super-humano para salvar la bandera cuando ve a los que la llevan caer degollados en el campo de batalla. ¡Ay! Y tú verás a muchos portadores de la bandera perecer antes que alcances a mi edad.

—Yo estoy por terminar mi carrera y gracias a Dios mi fe en nuestra santa Iglesia está más fuerte que nunca; aunque he visto y oído muchas cosas que en comparación con ellas, los hechos que ahora te afligen son meras pequeñeces.

—Para prepararte mejor para el conflicto, pienso que es mi deber decirte un hecho que me informó el fallecido Sr. Obispo Plessis. Nunca lo he revelado a nadie, pero mi interés en ti es tan grande que te lo contaré. Mi confianza en tu sabiduría es tan absoluto que estoy seguro no abusarás de ella. Nunca debemos permitir a la gente saberlo, porque no sólo disminuiría, sino destruiría su respeto y confianza en nosotros sin los cuales sería casi imposible guiarlos.

—Ya te conté que el fallecido venerable Obispo Plessis era mi amigo personal. Cada verano cuando terminaba los tres meses de visitación episcopal de su diócesis, él venía y pasaba ocho o diez días de reposo absoluto y disfrutaba de la vida solitaria y privada conmigo en esta casa parroquial. Los dos cuarto que tú ocupas eran de él y muchas veces él me dijo que los días más felices de su vida episcopal eran los que pasaba en esta soledad.

—Un verano, él llegó más cansado que nunca y casi me asustó el aire de angustia que cubría su rostro. Yo supuse que esto se debía a su fatiga extrema y esperaba que a la mañana siguiente volvería a ser el mismo hombre amable e interesante. Yo también estaba muy agotado y dormí profundamente hasta las tres de la mañana. Luego, de repente me despertaron los sollozos, lamentaciones medio suprimidas y oraciones que salían del cuarto del obispo. Sin perder un solo momento, fui y toqué a la puerta preguntando de la causa de estos sollozos. Aparentemente el pobre obispo no sospechaba que yo le podía oír.

—¿Sollozos, sollozos? —respondió, —¿Qué quiere decir con eso? Por favor, regrese a su cuarto a dormir. No se moleste por mí. Estoy bien.— y él absolutamente rehusó abrir la puerta de su cuarto. Las horas restantes de la noche, las pasé desvelado. Los sollozos del obispo eran más suprimidos, pero no podía evitar que yo los escuchara.

—A la mañana siguiente, sus ojos estaban rojos y en su rostro se veía que había sufrido intensamente. Después del desayuno le dije: —Mi señor, la noche pasada ha sido una noche de desolación para Su Señoría. Por amor de Dios y en el nombre de los lazos sagrados de amistad, por favor, dígame la causa de su dolor; disminuirá al momento que lo comparta con su amigo.

—El obispo me contestó: —Tiene usted razón cuando piensa que estoy bajo una carga de gran desolación, pero su causa es de tal naturaleza que no puedo revelarlo ni a usted, mi querido amigo.

—Durante el día, en vano hice todo lo posible para convencer al Monseñor Plessis a revelar la causa de su dolor. Esa noche, Su Señoría se metió a su recámara más temprano de lo normal. Era imposible para mí dormir esa noche, porque su desolación parecía ser tan grande que temí encontrar a mi querido amigo muerto en su cama la mañana siguiente. Yo le observé desde el cuarto adjunto desde las diez de la noche hasta la mañana siguiente y vi que su dolor era todavía más intenso.

—Formé una firme resolución, la cual efectué al momento que él salió de su cuarto por la mañana. —Mi señor, —le dije, —yo pensé, hasta anoche, que usted me honraba con su amistad, pero hoy veo que estaba equivocado. Usted no me considera su amigo, porque si yo fuera un amigo digno de su confianza, descargaría su corazón al mío. ¡De qué sirve una amistad si no es para ayudarnos a sobrellevar las cargas de la vida! Yo me sentía honrado por su presencia en mi casa mientras me consideraba su propio amigo. Pero me parece muy probable que la carga que quiere llevar usted solo, le matará y eso muy pronto. No me gusta nada la idea de encontrarle súbitamente muerto en mi casa parroquial y tener al juez de primera instancia pidiendo informes dolorosos. Por tanto, mi señor, no se ofenderá si le pido respetuosamente a Su Señoría que busque otro alojamiento lo más pronto posible.

—Mis palabras cayeron sobre el obispo como una bomba. Con un profundo suspiro me miró en la cara con lágrimas rodando de sus ojos y dijo: —Tiene usted razón, Sr. Perras, nunca debería ocultar mi dolor de un amigo, como usted siempre ha sido. Pero usted es el único a quien puedo revelarlo. Sin duda su corazón sacerdotal y Cristiano no será menos quebrantado que el mío, pero usted me ayudará a sobrellevarlo con sus oraciones y consejos sabios. Sin embargo, antes de iniciarlo en un misterio tan terrible, vamos a orar. Luego, nos arrodillamos y rezamos juntos un rosario para invocar el poder de la Virgen María; después, recitamos un Salmo.

—Entonces el obispo dijo: —Usted sabe que acabo de terminar la visita de mi diócesis inmenso de Qüebec. No le hablaré de la gente; ellos generalmente son verdaderamente religiosos y fieles a la Iglesia. Pero los sacerdotes, ¡Ay, Dios mío! ¿Te diré lo que son? Mi querido Sr. Perras, casi moriría de gozo si Dios me dijera que estoy equivocado. Pero, ¡Ay! No estoy equivocado. La triste y terrible verdad es ésta: ¡Los sacerdotes, con la excepción de usted y otros tres, todos son infieles y ateos! ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Qué será de la Iglesia en manos de hombres tan malvados!— Y cubriendo su rostro con sus manos, el obispo estalló en llanto y por una hora no podía decir una sola palabra y yo mismo me quedé mudo.

—Al principio, lamenté haber presionado al obispo a revelar semejante “misterio de iniquidad” inesperado. Pero después de una hora de silencio, casi incapaces de mirarnos la cara, le dije: —Mi señor, lo que usted me acaba de decir ciertamente es la cosa más triste que jamás he oído, pero permíteme decirle que su dolor está fuera de límites.

Le llevé a la biblioteca y abrí las páginas de la historia de la Iglesia y le mostré los nombres de más de cincuenta Papas que habían sido ateos e infieles. Leí las vidas de Borgia, Alejandro VI y otra docena más que segura y justamente serían ahorcados hoy por el verdugo de Qüebec si ellos cometieran en esta ciudad la mitad de los crímenes públicos de adulterio, homicidio y perversiones de toda clase que ellos cometieron en Roma, Avignón, Nápoles, etc.

—Claramente le comprobé que sus sacerdotes, aunque infieles y ateos, eran ángeles de piedad, modestia, pureza y religión en comparación con un Borjia que vivió públicamente como hombre casado con su propia hija y tuvo un hijo por ella. El acordó conmigo que varios de los Papas: Los Alejandro, los Juan, los Pío y los Leo se hundieron mucho más profundo en el abismo de iniquidad que sus sacerdotes. Mi conclusión fue que si nuestra santa Iglesia pudo sobrevivir la influencia mortal de tales escándalos durante tantos siglos en Europa, no sería destruida en Canadá aun por la legión de ateos que la sirven hoy. El obispo reconoció la lógica de mi conclusión y me dio las gracias por impedir que se desesperara del futuro de nuestra santa Iglesia en Canadá. Los demás días que pasó conmigo, estaba casi tan alegre y amable como antes.

—Ahora, mi querido joven amigo, —añadió el Sr. Perras, —espero que tú seas tan razonable y lógico en tu religión como el Obispo Plessis, quien probablemente fue el hombre más grande que ha tenido Canadá. Cuando Satanás intenta conmover tu fe por los escándalos que ves, acuérdate de aquel Papa, quien para vengarse de su predecesor, le mandó exhumar; trajo su cadáver delante de los jueces; le acusó de los crímenes más horribles que él comprobó por muchos testigos oculares y sentenció al Papa muerto a ser decapitado, arrastrado con sogas por las calles lodosas de Roma y echado en el río Tiber. Sí, cuando tu mente está oprimida por los crímenes secretos de los sacerdotes que llegues a saber, sea por el confesionario o por rumor público, acuérdate que más de doce Papas fueron elevados a esa alta y santa dignidad por las prostitutas ricas de influencia de Roma con las cuales ellos vivían públicamente de la manera más escandalosa. Acuérdate del joven Juan XI, hijo del Papa Sergio, quien fue consagrado Papa, cuando tenía sólo doce años, por la influencia de su madre prostituta Marosia. El fue tan horriblemente disoluto que fue destituido por el pueblo y el clero de Roma.

—Bien, si nuestra santa Iglesia pudo pasar por semejantes tempestades sin perecer, ¿No es una evidencia viviente de que Cristo es su piloto; que ella es imperecedera e infalible, porque San Pedro es su fundamento?

¡Ay, Dios mío! ¿Confesaré lo que eran mis pensamientos durante ese discurso de mi cura que duró más de una hora? Sí, tengo que decir la verdad. Cuando el sacerdote me estaba exhibiendo los crímenes inmencionables de tantos de nuestros Papas, una voz misteriosa estaba repitiendo a los oídos de mi alma las palabras del querido Salvador: “Un árbol bueno no puede dar malos frutos ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis.” (Mt.7:18-20) A pesar de mí mismo, la voz de mi conciencia clamaba en tonos de trueno: —Una Iglesia cuya cabeza y miembros son tan horriblemente corruptos, de ninguna manera puede ser la Iglesia de Cristo.