C A P I T U L O 17

Fui ordenado en la catedral de Qüebec en septiembre de 1833 por el Reverendísimo Sinaie, primer Arzobispo de Canadá. ¡Este delegado del Papa, por la imposición de las manos en mi cabeza, me dio el poder de convertir una oblea real en el real y substancial cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo! La ilusión brillante de Eva cuando el engañador le dijo: “seréis como dioses” era juego de niños en comparación a lo que yo sentí. ¡Mi Iglesia infalible me colocó no solamente en términos iguales con mi Salvador y Dios, sino en realidad más arriba de él! De ahora en adelante, no sólo le mandaría, sino que le crearía; no sólo en un sentido espiritual y místico, sino de un modo real, personal e irresistible.

La dignidad que yo acababa de recibir era mayor que todas las dignidades y tronos de este mundo. Yo sería un sacerdote de mi Dios para siempre jamás. ¡Cristo, ahora me asociaba consigo mismo perfectamente como el gran y eterno sacrificador, porque yo renovaría cada día de mi vida su SACRIFICIO EXPIATORIO! ¡A la orden mía, el eterno, unigénito Hijo de mi Dios vendría a mis manos en persona! ¡El mismo Cristo que se sienta a la diestra del Padre bajaría cada día para unir su carne a mi carne, su sangre a mi sangre, su alma divina a mi pobre alma pecadora para andar, trabajar y vivir en mí y conmigo en la más perfecta unidad e intimidad!

Pasé todo ese día y la mayor parte de la noche contemplando estos honores y dignidades super-humanos. Muchas veces caí de rodillas para darle gracias a Dios por sus misericordias hacia mí. En la presencia de Dios y sus ángeles, dije a mis labios y a mi lengua: —¡Sean santos ahora, porque no solamente hablarán a su Dios, sino que le darán un nuevo nacimiento cada día! Dije a mi corazón: —¡Ahora, sé santo y puro, porque cada día llevarás al Santo de los Santos! A mi alma dije: —¡Ahora, sé santo, porque de aquí en adelante estarás íntima y personalmente unida a Cristo Jesús. Te alimentarás del cuerpo, sangre, alma y divinidad de aquel ante quien los ángeles no se hayan con suficiente pureza!

Mirando a mi mesa donde mi pipa llena de tabaco y mi tabaquero yacían, dije: —¡Maleza impura y perniciosa, nunca más me contaminarás! ¡Sería inferior a mi dignidad probarte más! Luego, abriendo la ventana, los eché a la calle para nunca volverlos a usar.

Al día siguiente, yo iba a decir mi primera misa y hacer ese milagro incomparable que la Iglesia de Roma llama TRANSUBSTANCIACIÓN. Mucho antes del amanecer estaba vestido y de rodillas. ¡Este iba a ser el día más santo y glorioso de mi vida! Exaltado el día anterior a gran dignidad, ahora por primera vez iba a hacer un milagro en el altar que ni ángeles ni serafines podrían hacer.

No es cosa fácil ejecutar todas las ceremonias de una misa. Hay más de cien diferentes ceremonias y posiciones del cuerpo que es necesario cumplir con suma perfección. Omitir una de ellas voluntariamente, por descuido negligente o por ignorancia, significa eterna condenación. Pero gracias a una docena de ejercicios la semana anterior y a los amigos amables que me ayudaron, ejecuté las ceremonias mucho más fácil de lo que esperaba. Duraron como una hora... Pero cuando terminaron, yo estaba agotado por el esfuerzo que hice para mantener mi mente y corazón al unísono con la grandeza infinita de los misterios realizados por mí.

Para hacerse creer que uno puede convertir un trozo de pan en Dios requiere un esfuerzo supremo de la voluntad y la aniquilación total de la inteligencia. El estado del alma al terminar el esfuerzo es más como la muerte que la vida.

Me persuadí que en verdad había hecho la acción más santa y sublime de mi vida, cuando en realidad, ¡Había sido culpable del acto más ultrajante de idolatría! Mis ojos, mis manos y labios, mi boca y lengua y todos mis sentidos e inteligencia me decían que lo que había visto, tocado y comido no era más que una oblea. Pero las voces del Papa y su Iglesia me decían que era el verdadero cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. ¡Me persuadí que las voces de mis sentidos e inteligencia eran las voces de Satanás y que la voz engañosa del Papa era la voz del Dios de verdad! Todo sacerdote de Roma tiene que aceptar esa necedad y perversidad extraña, cada día de su vida, para poder permanecer como sacerdote de Roma.

—Necesito llevar al “buen dios” mañana a un enfermo, —dice el sacerdote a su sirvienta, —pero no hay más partículas en el sagrario. Haz algunos bizcochos para que yo pueda consagrarlos mañana.

La doméstica obediente toma la harina de trigo, porque ninguna otra clase de harina sirve para hacer el dios del Papa. Una mezcla de cualquier otra clase de harina haría el milagro de la “Transubstanciación” un gran fracaso. La sirvienta, por consiguiente, toma la masa y la coce entre dos planchas calientes. Cuando está bien cocida, toma las tijeras y corta las obleas que miden cuatro o cinco pulgadas. Las recorta hasta que quedan al tamaño de una pulgada y los entrega respetuosamente al sacerdote.

A la mañana siguiente, el sacerdote lleva las obleas recién hechas al altar y las convierte en cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. Fue una de esas obleas que yo llevé al altar en aquella hora solemne de mi primera misa y que convertí en mi Salvador por medio de las cinco palabras mágicas: “¡HOC EST ENIM CORPUS MEUM!”

Ahora pregunto: —¿Dónde está la diferencia entre la adoración del becerro-dios que hizo Aarón y la oblea-dios que yo hice el 22 de septiembre de 1833? La única diferencia es que la idolatría de Aarón duró sólo un día, mientras la idolatría en que yo viví, duró un cuarto de siglo y ha sido perpetuado en la Iglesia de Roma por más de mil años.

¿Qué ha hecho la Iglesia de Roma al abandonar las palabras de Cristo: “Haced esto en memoria de mí” y substituir su dogma de Transubstanciación? Ha llevado el mundo otra vez al paganismo antiguo. El sacerdote de Roma adora a un Salvador llamado Cristo; sí, pero ese Cristo no es el Cristo del Evangelio. Es un Cristo falso sacado de contrabando del Pantheón de Roma y en sacrilegio lo llaman con el nombre adorable de nuestro Señor Jesucristo.

Frecuentemente me han preguntado: ¿Será posible que sinceramente te creiste tener el poder de convertir a la oblea en Dios? ¿De verdad adorabas a esa oblea como tu Salvador? Para mi vergüenza y para la vergüenza de la pobre humanidad, tengo que decir que sí.

Yo decía a la gente mientras se la presentaba: —Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, adorémosle. Luego, postrándome de rodillas, adoraba al dios hecho por mí mismo con la ayuda de mi sirvienta. Y toda la gente se postraba para adorar al dios recién hecho.

Tengo que confesar, además, que aunque yo era obligado a creer en la existencia de Cristo en el cielo y era invitado por mi Iglesia a adorarlo como mi Salvador y mi Dios, igual que todo Católico-romano, tenía más confianza, fe y amor hacia el Cristo que yo había creado con unas cuantas palabras de mis labios, que hacia el Cristo del cielo.

Mi Iglesia me dijo que el Cristo del cielo estaba airado contra mí a causa de mis pecados; que El constantemente se disponía a castigarme según su terrible justicia; que El se armaba de relámpagos y truenos para aplastarme y que si no fuera por su madre, quien intercedía por mí, día y noche, yo sería echado en el infierno por mis pecados. No sólo tenía que creer esta doctrina, sino tenía que predicarla a la gente. Además de esto, yo tenía que creer que el Cristo del cielo era un monarca poderoso, un rey gloriosísimo, rodeado de innumerables ejércitos de siervos, oficiales y amigos y que no le convenía a un pobre rebelde presentarse ante su rey irritado para conseguir su perdón. Tendría que dirigirse a alguno de sus cortesanos de mayor influencia o a su madre, a quien nada le puede negar, para defender su causa.

Pero no había tales terrores ni temores en mi corazón cuando me acercaba a mi Salvador que yo mismo había creado. Un Salvador tan humilde e indefenso seguramente no tenía ningún estruendo en su mano para castigar a sus enemigos. No podía tener ninguna mirada de enojo. El era mi amigo además de ser la obra de mis manos. ¿No le había yo bajado del cielo? y ¿No había venido a mis manos para oírme, bendecirme y perdonarme, para que él se acercara a mí y yo a él?

Ningunas palabras pueden expresar la idea del placer que yo sentía al estar a solas ante el Cristo de la misa matutina, derramando mi corazón ante sus pies. Para los que no han vivido bajo esas terribles ilusiones, es imposible entender la confianza con que hablaba con el Cristo delante de mí, ligado por los lazos de su amor por mí. Cuántas veces en los días más fríos del invierno, en iglesias que nunca habían visto fuego alguno, con una temperatura de quince grados bajo cero, pasaba horas enteras en adoración del Salvador a quien había hecho sólo unas horas antes.

Cuán a menudo miraba con admiración silenciosa a la Persona Divina que estaba ahí solitaria pasando las largas horas, día y noche, reprendida y abandonada para que yo tuviera la oportunidad de acercarme a ella y hablarle como un amigo a otro, como un pecador arrepentido con su Salvador misericordioso. Mi fe o más bien mi ilusión era entonces tan completa que apenas sentía el frío cortante. Diré que en verdad las horas más felices que pasé durante los largos años en que la Iglesia de Roma me había inundado en las tinieblas, eran las horas que pasé adorando al Cristo que había hecho con mis propios labios. Y todo sacerdote de Roma haría la misma declaración si fuera entrevistado sobre el tema.

Es un principio similar de monstruosa fe que impulsa a las viudas de la India a echarse con gritos de gozo al fuego que les quemará en cenizas junto con los cadáveres de sus maridos difuntos. Sus sacerdotes les han asegurado que semejante sacrificio les garantiza su propia felicidad eterna y la de sus maridos difuntos.

De hecho, los Católico-romanos no tienen otro Salvador a quien puedan acudir aparte de aquel hecho por la consagración de la oblea. El es el único Salvador que no está airado contra ellos y que no requiere la mediación de vírgenes y santos para aplacar su ira. Por esta razón se llenan los templos Católicos de los pobres y ciegos Católico-romanos. ¡Observen cómo corren al pie de los altares a casi cualquier hora del día y a veces mucho antes del amanecer! Aun en una mañana tempestuosa, verán a multitudes de adoradores caminando por el lodo para pasar una hora al pie de sus sagrarios. Toda alma anhela tener un Dios con quien pueda hablar y quien oirá sus súplicas con un corazón de misericordia y secará sus lágrimas de arrepentimiento.

Los hijos de luz, los discípulos del Evangelio que protestan contra los errores de Roma, saben que su Padre Celestial está en todo lugar y está dispuesto a oír, a perdonar y a ayudarles. Ellos encuentran a Jesús en sus recámaras más secretas cuando entran ahí para orar. Lo encuentran en el campo, atrás del mostrador y mientras viajan. Dondequiera se encuentran con él y le hablan como amigo a su amigo.

No es así con los seguidores del Papa. A ellos les dicen contrario al Evangelio (Mt.24:23) que Cristo está en la cámara secreta o sagrario. Cruelmente engañados por sus sacerdotes, ellos corren, aguantan las tempestades para acercarse lo más posible al lugar donde vive su Cristo misericordioso. Ellos van a ese Cristo pensando que les dará una cordial bienvenida, que escuchará sus oraciones humildes y será compasivo a sus lágrimas de arrepentimiento.

Dejen de admirar los Protestantes a los pobres Católico-romanos engañados que hacen frente a la tempestad y van a la iglesia antes del amanecer. Esta devoción que tanto les vislumbra, debe provocar compasión y no admiración. Porque es el resultado lógico de la más terrible oscuridad espiritual. Es la consecuencia natural de la creencia que el sacerdote de Roma puede crear a Cristo y Dios por la consagración de una oblea y guardarlo en un sagrario...

Los egipcios adoraban a Dios en la forma de cocodrilos y becerros. Los griegos hicieron dioses de mármol o de oro. El persa hizo al sol su dios. Los hotentotes hicieron sus dioses de un hueso de ballena; viajaban lejos en tempestades para adorarlos. ¡La Iglesia de Roma hace su dios de un trozo de pan! ¿No es esto idolatría?

Desde el año de 1833 hasta el día en que Dios en su misericordia abrió mis ojos, mi sirvienta había usado más de treinta y seis mil kilos de harina de trigo para hacer obleas que yo supuestamente convertía en el Cristo de la misa. Algunos de estos yo comí; otros cargué conmigo para los enfermos y otros coloqué en el sagrario para la adoración de la gente. Frecuentemente me pregunto: —¿Cómo es posible que haya sido culpable de un acto tan ultrajante de idolatría? Mi única respuesta es la respuesta del ciego del Evangelio: “No sé, pero una cosa si sé, que antes era yo ciego, mas ahora veo.” (Jn.9:25)