C A P I T U L O 15

“La madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra” (Ap. 17:5).

Antes del día en que la teología de Roma fuera inspirada por Satanás, el mundo ciertamente presenció muchos hechos oscuros; pero el vicio nunca se había vestido con el manto de teología. Las formas más vergonzosas de iniquidad nunca habían sido los objetos de estudio detallado bajo el pretexto de salvar al mundo y glorificar a Dios.

Los que quieren entender, lean “El Sacerdote, la Mujer y el Confesionario” y luego decidan si no es suficiente para escandalizar los sentimientos del más depravado.

¿Alguna vez el mundo haya presenciado a semejante sacrilegio? A un joven de veinticinco años le han seducido a hacer un voto de celibato perpetuo y al día siguiente la Iglesia de Roma llena su mente de las imágenes más repugnantes. Roma ni siquiera intenta ocultar el poder abrumador de esta clase de enseñanza, sino que DESCARADAMENTE les dice que el estudio de esas preguntas actuarán con un poder irresistible sobre sus órganos y sin siquiera un sonrojo dice: “¡Contaminaciones resultarán!” (Dens Vol.1 p.315)

¿Cómo pueden las naciones Católico-romanas esperar levantarse en la escala de dignidad y moralidad Cristiana mientras permanecen entre ellos sacerdotes que diariamente están ligados por conciencia a contaminar las mentes y corazones de sus madres, sus esposas y sus hijas?

Diré una vez por todas que no hablo con desprecio ni sentimientos anti-cristianos contra los profesores quienes me iniciaron en esos misterios de iniquidad. Ellos también estaban aplastados, igual que nosotros, bajo un yugo que ataba a sus mentes y contaminaba sin medida a sus corazones. Siempre que nos daban la lecciones, era evidente que se avergonzaban en lo más interior de su alma. Sus conciencias como hombres honestos les prohibían abrir su boca sobre semejantes asuntos, sin embargo, como esclavos y sacerdotes del Papa eran obligados a hablar de ellos sin reserva.

Después de las lecciones, nosotros los alumnos sentíamos tanta vergüenza que a veces ni nos atrevimos a mirarnos. Más de uno de mis compañeros me dijeron con lágrimas de vergüenza y furia que se arrepentían de haberse ligado con juramento perpetuo para ministrar en los altares de la Iglesia.

Un día, uno de los alumnos, Desaulnier, que compartía el mismo cuarto conmigo me preguntó: —Chíniquy, ¿Qué piensas de nuestros estudios actuales de teología? ¿No es una vergüenza abrasadora tener que permitir a nuestras mentes contaminarse tanto?

—No puedo expresar adecuadamente mis sentimientos de repugnancia, —le respondí.

—¿Sabes qué? —dijo Desaulnier, —estoy determinado a nunca consentir ser ordenado sacerdote; porque cuando pienso en el hecho de que el sacerdote está obligado a consultar con las mujeres sobre todos estos asuntos contaminantes, siento —No soy menos perturbado, —repliqué, —mi cabeza me duele y mi corazón se sumerge cuando oigo que nuestros teólogos nos dicen que estamos ligados en conciencia a hablar con mujeres extrañas sobre cuestiones tan contaminantes.

—Pero ya es casi la hora en que de costumbre nos visita el buen Sr. Leprohon, —le dije, —¿Prometes apoyarme en lo que le preguntaré sobre este tema? Estoy seguro que nuestro puro y santo superior nunca ha dicho una sola palabra a las mujeres sobre estas cuestiones degradantes. A pesar de todos los teólogos, seguramente él nos permitirá guardar puros nuestras lenguas y corazones como también nuestros cuerpos en el confesionario.

—Yo he deseado hablar con él por algún tiempo, —respondió Desaulnier, —pero mi valentía siempre me ha fallado; de seguro te apoyaré. Si estamos en libertad para nunca hablar con mujeres de estos horrores, consentiré a servir a la Iglesia como sacerdote, pero si no, NUNCA SERÉ SACERDOTE.
Pocos minutos después, nuestro superior entró para visitarnos. Le di las gracias y abrí los tomos de Dens y Ligorio en uno de los capítulos infames y le dije con un sonrojo: —Después de Dios, usted tiene el primer lugar en mi corazón desde la muerte de mi madre y usted lo sabe. Así que, confío que usted me dirá todo lo que quiero saber en estas horas de ansiedad. Yo he hecho el voto de celibato perpetuo, pero no entendía claramente lo que hacía. Dens, Ligorio y Santo Tomás han dirigido nuestras mentes a regiones que eran realmente nuevas e inexploradas por nosotros. Por favor, díganos por el amor de Dios si estaremos ligados en conciencia a hablar en el confesionario con las mujeres casadas y solteras sobre cuestiones tan contaminantes e impuras.

—Sin duda alguna, —respondió el Rev. Sr. Leprohon, —porque los instruidos y santos teólogos son positivos en esa cuestión. Es absolutamente necesario, porque en general las señoritas y mujeres casadas son demasiadas tímidas para confesar esos pecados. Por tanto, hay que ayudarlas, interrogándolas.

—Pero, —le contesté, —hemos hecho un juramento a permanecer siempre puros e impolutos. ¿No sería mejor experimentar esas cosas en los santos lazos de matrimonio conforme a las leyes de Dios que en compañía y conversaciones con mujeres extrañas?

Aquí, me interrumpió Desaulnier: —Mi querido Sr. Leprohon, yo concuerdo con todo lo que Chíniquy acaba de decirle. Le pregunto, mi querido señor, ¿Qué será de mi voto de perfecta castidad perpetua cuando en la presencia seductora de la esposa de mi prójimo o las palabras encantadoras de su hija, me haya contaminado en el confesionario? Después de todo, la gente me verá como un hombre casto, pero ¿Qué seré a los ojos de Dios? Los hombres pensarán que soy un ángel de pureza; pero mi propia conciencia me dirá que no soy más que un hábil hipócrita. Porque según los teólogos, el confesionario es la tumba de la castidad del sacerdote.

Las palabras audaces y enérgicas de Desaulnier evidentemente hicieron una impresión angustiosa en nuestro superior. Pocas veces, alguno de sus discípulos le había hablado con tanta libertad. No ocultó su dolor ante lo que él llamó un ataque impropio y anti-cristiano contra algunas de las ordenanzas más santas de la Iglesia. Después de refutar a Desaulnier, volvió a mí: —Mi querido Chíniquy, te he advertido repetidamente contra el hábito que tienes de hacer caso a tus propios razonamientos frágiles. Si te creyéramos a ti, comenzaríamos inmediatamente a reformar la Iglesia y abolir la confesión de mujeres con los sacerdotes, echaríamos todos nuestros libros teológicos al fuego y mandaríamos escribir otros mejor adaptados a tu parecer. El diablo de orgullo te está tentando como tentó a todos los supuestos reformadores. ¡Si no te cuidas, llegarás a ser otro Lutero!

—Los libros teológicos de Santo Tomás, Ligorio y Dens han sido aprobados por la Iglesia. Por un lado, entonces, veo a todos nuestros santos Papas y obispos Católicos, todos nuestros teólogos instruidos y sacerdotes y al otro lado, ¿Qué veo? Nada, excepto mi pequeño aunque querido Chíniquy.

—Es tan absurdo para ti reformar la Iglesia con tu pequeña razón como para un grano de arena al pie de una montaña intentar sacar a la montaña fuera de su lugar. Sigue mi consejo, —continuó nuestro superior, —antes que sea demasiado tarde. Permanezca quieto el pequeño grano de arena al pie de la montaña majestuosa. Todos los buenos sacerdotes antes de nosotros salvaron sus almas, aunque sus cuerpos fueron contaminados; porque esas contaminaciones carnales no son más que miserias humanas que no pueden ensuciar al alma que desea permanecer unida a Dios. Así, el corazón de un buen sacerdote, como espero que mi querido Chíniquy sea, permanecerá puro y santo a pesar del ensuciamiento accidental e inevitable de la carne.

—Aparte de esas cosas, recibirás en tu ordenación una gracia especial que te transformará en otro hombre y la Virgen María, a quien recurrirás constantemente, te obtendrá de su Hijo una pureza perfecta.

—La contaminación de la carne de la cual hablan los teólogos y que confieso que es inevitable al oír las confesiones de mujeres no debe perturbarte, porque Dens y Ligorio (Dens Vol.1 p.299, 300) nos aseguran que no es pecaminosa. ¡Pero basta! Te prohíbo hablarme nuevamente sobre esas preguntas ociosas; y !Cuánto valga mi autoridad, a ustedes dos les prohíbo hablar el uno al otro sobre ese tema!

Yo había esperado oír algún argumento bueno y razonable, pero para mi sorpresa, él silenció la voz de mi conciencia con un coup d’état (un golpe de estado). Desaulnier, tal como me dijo antes, rehusó ser un sacerdote. Permaneció toda su vida en las órdenes de subdiaconado en el Colegio de Nicolet como profesor de filosofía.

El era buen lógico y un matemático profundo; aunque era amable con todos, no era comunicativo. Probablemente yo era el único a quien abrió su mente concerniente a las grandes cuestiones del Cristianismo: La fe, la historia, la Iglesia y su disciplina. Repetidamente me dijo: —Quisiera nunca haber abierto un libro de teología. Nuestros teólogos son sin corazón, sin alma y sin lógica. Muchos de ellos aprueban el robo, mentiras y perjurio; otros nos arrastran sin sonrojo a los abismos más asquerosos de iniquidad. A ellos le gustaría hacer asesinos de todo Católico. Según su doctrina, Cristo no es más que un bandido Corsicano cuyos discípulos sanguinarios están obligados a destruir a todos los herejes con fuego y espada. Si actuáramos conforme a los principios de esos teólogos, exterminaríamos a todos los Protestantes con la misma frialdad con que mataríamos a un lobo. Con sus manos enrojecidas con la sangre de la masacre de San Bartolomé, nos hablan de caridad, religión y Dios.

Para mí, la idea de ese miserable grano de arena que ridículamente intenta quitar la montaña majestuosa, me impresionó extrañamente y me humilló. Me quedé silencioso y confundido, aunque no convencido. Casi cada mes que pasé en el seminario de Nicolet, sacerdotes del distrito de Three Rivers y de otras partes fueron enviados por los obispos para pasar dos o tres semanas haciendo penitencias por haber engendrado bastardos con sus sobrinas, amas de casa y penitentes bonitas. Estos hechos públicos e innegables no armonizaban mucho con aquellas teorías hermosas de nuestro venerable director, pero mi respeto por el Sr. Leprohon selló mis labios. Después, a solas en mi cuarto me caí de rodillas para pedir perdón a Dios por haber pensado por un momento diferente de los Papas y teólogos de Roma. Pero, ¡Ay de mí! ¡Todavía no me daba cuenta que cuando Jesús, en su misericordia, envía un solo rayo de su gracia al alma que perece, hay más luz y sabiduría en esa alma que en todos los Papas y sus teólogos!

Sólo Dios conoce qué noche tan oscura y terrible pasé después de ese encuentro. Nuevamente tenía que sofocar a mi conciencia, desmantelar a mi razón y sujetarlos bajo las infamias de las teologías de Roma meticulosamente calculadas para guardar al mundo encadenado en la ignorancia y la superstición.