C A P I T U L O 12

La palabra EDUCACIÓN es una palabra hermosa. Viene del latín educare que significa levantar de los grados mas bajos hasta las esferas más altas de conocimiento. El objetivo de la educación entonces es alimentar, ampliar, levantar, iluminar y fortalecer la inteligencia.

Cuando un Protestante habla de educación, la palabra se usa y se entiende en su sentido verdadero. Cuando manda a su hijito a una escuela Protestante, desea honestamente que su inteligencia se eleve en conocimiento tan alto como sea posible. Cuando el hijo del Protestante haya adquirido un poco de conocimiento, quiere adquirir más, igual que el águila entresaca sus alas para volar más alto. Una ambición noble y misteriosa se apodera de su alma juvenil. Empieza a sentir algo de esa sed insaciable de conocimiento que Dios mismo ha puesto en el pecho de todo descendiente de Adán. Por tanto, debiera ser una obligación tanto para Católico-romanos como para Protestantes ayudar al alumno en su vuelo. Pero, ¿Es así? No.

Cuando los Protestantes mandan sus hijos a la escuela, no ponen trabas a su inteligencia. El escolar Protestante progresa de la batida tímida hasta el vuelo confiado y audaz, de una región de conocimiento a otra más alta hasta perderse en aquel océano de luz, verdad y vida que es Dios.

¡Las naciones del mundo que son verdaderamente grandes, verdaderamente poderosas y verdaderamente libres, son Protestantes! Son las naciones avanzadas en los rangos de progreso, ciencia y libertad; dejando muy atrás las naciones desafortunadas cuyas manos están atadas por las despreciables cadenas de hierro del papado.

El joven escolar Católico-romano nace con la misma inteligencia despierta que el Protestante; es dotado por su Creador con los mismos poderes mentales que su vecino Protestante; tiene las mismas aspiraciones nobles implantadas por Dios. Igual que el Protestante, lo mandan a la escuela para recibir lo que llaman “educación”. Al principio, entiende la palabra en su verdadero sentido; va a la escuela con la esperanza de ser elevado tan alto como permitan su inteligencia y esfuerzo personal.

Pero aquí empiezan las desilusiones y tribulaciones del alumno Católico-romano. Lo más alto que es permitido alcanzar es el nivel de los dedos gordos de los pies del Papa. El Papa es, supuestamente, la única fuente de ciencia, conocimiento y verdad. Su conocimiento es el último límite de aprendizaje y luz que el mundo puede alcanzar. No se permite saber ni creer lo que Su Santidad no sabe ni cree.

El 22 de junio de 1663, Galileo fue obligado a caer de rodillas en súplica para escapar de la muerte cruel ordenado por el Papa. El firmó con su propia mano la siguiente retractación: —Yo abjuro, maldigo y detesto el error y la herejía del movimiento de la tierra, etc.

Ese hombre instruido tenía que degradarse y jurar una mentira, que la tierra no se mueve alrededor del sol. Así, las alas de esa águila gigante fueron cortadas por las tijeras del Papa. Pero Dios no permitió que ese intelecto gigante fuese enteramente estrangulado por las manos sangrientas de aquel enemigo de la luz y la verdad, el Papa. Suficiente fortaleza y vida permanecieron en Galileo para permitirle decir cuando se levantó: —¡Esto no impedirá el movimiento de la tierra!

El decreto infalible del Papa infalible, Urbano VIII, contra el movimiento de la tierra fue firmado por los cardenales Felia, Guido, Desiderio, Antonio Bellingero y Frabriccio. Dice: “En el nombre y por la autoridad de Jesucristo, la plenitud del cual reside en su Vicario, el Papa, declaramos que la proposición de que la tierra no es el centro del universo y que se mueve con movimiento diurno es absurda, filosóficamente falsa y errónea en la fe.”

¡Qué cosa tan gloriosa para el Papa de Roma ser infalible! ¡El sabe infaliblemente que la tierra no se mueve alrededor del sol! y ¡Qué cosa más bendita para los Católico-romanos ser gobernados y enseñados por semejante ser infalible! Consideren la consecuencia de ese decreto infalible en la siguiente acta de humilde sumisión de dos célebres astrónomos Jesuitas, Lesueur y Jacquier: “Newton supone, en su tercer libro, la hipótesis de que la tierra se mueve alrededor del sol. Las proposiciones de ese autor no se pueden explicar, excepto por la misma hipótesis; así que, somos forzados a actuar con un carácter que no es nuestro. Pero declaramos nuestra entera sumisión a los decretos de los Sumo Pontífices de Roma contra el movimiento de la tierra.” (Newton’s Principia Vol. III pág.450)

Aquí ven a dos Jesuitas instruidos, que han escrito una obra factible para comprobar que la tierra se mueve alrededor del sol, temblando ante las amenazas de muerte del Vaticano, someterse a los decretos de los Papas de Roma contra el movimiento de la tierra. Estos dos Jesuitas cultos dicen la más despreciable y ridícula mentira para salvarse de ese gran extinguidor de luz cuyo trono está en la ciudad de siete colinas.

Si Newton, Franklin, Fulton o Morse hubieran sido Romanistas, sus nombres se hubieran perdido en la oscuridad que es la herencia natural de los miserables esclavos de los Papas quienes desde la infancia les dicen que nadie tiene el derecho de usar su “juicio privado”, ni inteligencia ni conciencia en la investigación de la verdad. Hubieran permanecido mudos e inertes a los pies del moderno y terrible dios de Roma, el Papa.

Pero ellos eran Protestantes. En esa palabra grande y gloriosa “Protestante” está el secreto de los descubrimientos maravillosas que han cambiado la faz del mundo. ¡Ellos eran Protestantes! Sí, pasaron su niñez en escuelas Protestantes donde leyeron un libro que les dijo que fueron creados a la imagen de Dios y que ese gran Dios envió a su Hijo eterno, Jesús, para libertarnos de la servidumbre de los hombres. Ellos leyeron en ese libro Protestante (porque la Biblia es el libro más Protestante en el mundo) que el hombre tiene no solamente una conciencia, sino también una inteligencia para guiarle. Aprendieron que esa inteligencia y esa conciencia no tienen otro amo, ni ninguna otra guía, ni ninguna otra luz aparte de Dios. En los muros de sus escuelas Protestantes, el Hijo de Dios escribió las palabras maravillosas: “Venid a mí, Yo soy el camino, la luz y la vida.”

¿Por qué las naciones Católico-romanas no sólo quedan estancadas, sino decaen? Vayan a sus escuelas y observan los principios que siembran en las mentes de sus desafortunados esclavos y tendrán la clave a ese triste misterio. ¿Cuál es la primera lección diaria enseñada a los niños? ¿No es que el crimen más grande que un hombre puede cometer es seguir su juicio privado? Esto significa que tiene ojos, oídos e inteligencia, pero no puede usarlos sin arriesgar ser eternamente condenado. Sus superiores, el sacerdote y el Papa, tienen que ver por él, oír por él y pensar por él. Si esto parece ser una exageración, permítanme forzar a la Iglesia de Roma a venir aquí y hablar por sí misma.

Aquí están las palabras textuales del supuesto “Santo” Ignacio de Loyola, fundador de la sociedad de los Jesuitas: “En cuanto a la santa obediencia, esta virtud tiene que ser perfecta en todo aspecto: en ejecución, en voluntad e intelecto. Ella se impone con toda celeridad, gozo espiritual y perseverancia, persuadiéndonos que todo es justo; suprimiendo todo pensamiento repugnante y juicio propio en la obediencia específica; que cada uno se persuade que el que vive bajo la obediencia debe ser movido y dirigido, bajo la Providencia Divina, por su superior COMO SI FUERA UN CADÁVER (perinde acsi cadáver esset) que se deja ser movido y dirigido en cualquier dirección.”

Ustedes me preguntan: —¿Qué utilidad tendrán millones de cadáveres morales? ¿Por qué no dejarlos vivir? La respuesta es fácil. El gran y único objetivo de los pensamientos y las maquinaciones del Papa y los sacerdotes es elevarse por encima del resto del mundo. Ellos quieren estar aún más alto que Dios mismo. Refiriéndose al Papa, el Espíritu Santo dice: “El cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios.” (2 Ts. 2:4)

Para alcanzar su objetivo, los sacerdotes han convencido a sus millones y millones de esclavos que son meros cadáveres; que no deben tener ni voluntad, ni conciencia ni inteligencia propia. Cuando hayan hecho una pirámide de todos aquellos cadáveres inmóviles e inertes, tan alta que su cúspide entra a la misma habitación de las antiguas divinidades del mundo pagano; ahí se colocan a sí mismos y a sus Papas por encima y dicen al resto del mundo: -¿Quién de ustedes es tan alto como nosotros? ¿Dónde habrá reyes y emperadores con tronos tan elevados como los nuestros? ¿No estamos en la cúspide de la humanidad?

—¡Sí, sí! —respondo yo a los sacerdotes de Roma, —están altos, efectivamente muy altos. Su trono está más alto que cualquier que conozcamos. ¡¡Pero es un trono de cadáveres!!

Permítanme poner ante sus ojos otro trozo de la enseñanza Jesuita de “Los Ejercicios Espirituales” por su fundador Ignacio de Loyola: “...debemos siempre mantener como principio fijo que lo que veo ser blanco, creo ser negro si las autoridades superiores de la Iglesia así lo definen.”

Todos saben que es un deseo declarado de Roma tener la educación pública en manos de los Jesuitas; según ella, ellos son los mejores maestros modelos. ¿Por qué? Porque ellos más audazamente y más exitosamente que cualquier otro de sus maestros, aspiran a la destrucción de la inteligencia y conciencia de los alumnos. Cuando un hombre ha sido entrenado suficiente tiempo por ellos, se convierta perfectamente en un cadáver moral. Sus superiores pueden hacer con él lo que les dé la gana. Escucha las palabras de ese Papa “infalible” Gregorio XVI en su celebrada Encíclica del 15 de Agosto de 1832: “Si la santa Iglesia así lo requiere, sacrificaremos nuestras propias opiniones, nuestro conocimiento, nuestra inteligencia, los sueños espléndidos de nuestra imaginación y las realizaciones más sublimes del entendimiento humano.”

Después de considerar estas ideas anti-sociales de Roma, el Sr. Gladstone escribió recientemente: “Ningún complot más astuto fue jamás diseñado contra la libertad, la virtud y la felicidad de la humanidad que el Romanismo.” (“Carta a Earl Aberdeen”)

Ahora, Protestantes, ¿Empiezan a comprender la grande distancia que hay entre la palabra “educación” entre ustedes y el significado de la misma palabra en la Iglesia de Roma? Por educación ustedes quieren decir elevar al hombre al la esfera más alta de la virilidad. Roma quiere decir bajarlo más abajo que los brutos estúpidos. Por educación ustedes quieren decir enseñar al hombre que él es un agente libre; que la libertad dentro de las leyes de Dios y de su país es una dádiva a todos; que es mejor morir un hombre libre que vivir como esclavo. Roma quiere enseñar que hay un solo hombre que es libre, el Papa; todos los demás nacen para ser sus miserables esclavos en pensamiento, voluntad y acción.

Yo les pregunto, —Protestantes americanos, ¿Qué será de su país hermoso si permiten a la Iglesia de Roma enseñar a sus hijos? ¿Qué futuro de vergüenza, degradación y esclavitud preparan para su país, si Roma tiene éxito en forzarlos a apoyar a tales escuelas? ¿Qué clase de mujeres saldrán de las escuelas de monjas quienes les enseñan que el nivel más alto de perfección en una mujer es cuando obedece a su superior, el sacerdote, ¡En todo lo que él mande! o que tu hija nunca tendrá que dar cuenta a Dios por las acciones que haya hecho para agradar y obedecer a su superior, el sacerdote, el obispo o el Papa? Nuevamente, ¿Qué clase de hombres y ciudadanos saldrán de las escuelas de los Jesuitas que creen y enseñan que un hombre alcanza la perfección de virilidad sólo cuando es un perfecto cadáver espiritual ante su superior?